Últimamente, y cada vez con más frecuencia, oigo hablar del siglo XX en términos peyorativos. En general se le acusa de ser un siglo violento, todavía machista, e irrespetuoso con la Madre Naturaleza. Vamos, un siglo con malos humos provenientes del tabaco, de las industrias y transportes contaminantes y del primitivismo testosterónico. Estos y otros cargos imputados me parecen justos, y no me dedicaré a matizarlos uno por uno, aunque podría hacerse. Pero, ¿y si intentáramos situar dicha centuria en su contexto histórico y descubrir qué significó en términos evolutivos? Alejarse para ver las cosas desde una perspectiva más amplia puede cambiar nuestra percepción de una misma realidad, ya nos lo explicaban los pintores impresionistas. ¿Qué pasará si aplicamos la receta o consejo a nuestra comprensión del Novecento? Veamos.

Se ha definido al siglo XX como un “siglo corto”, entendiendo que el mundo había permanecido en el universo mental y político decimonónico hasta la Primera Guerra Mundial y la Revolución en Rusia, y que después de la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, entre 1989 y 1991, el siglo XXI del neoliberalismo triunfante y la revolución digital ya empezaba a andar. El siglo XIX había sido, por contra, un “siglo largo”, que empezó con el estallido revolucionario francés de 1789 y se prolongó hasta las mencionadas referencias de 1914 y 1917.

Si esto es cierto, cabe aceptar que si el siglo XVIII es el que alumbra los primeros Estados liberales a ambos lados del Atlántico, el siglo XIX es, sin duda, el siglo de la expansión y consolidación del modelo liberal. Siguiendo esta lógica discursiva, el siglo XX vino marcado por la contestación a la democracia liberal desde la izquierda y desde la derecha, cuestionamientos que cristalizaron en sendos totalitarismos estatistas y que pusieron en peligro la misma noción de civilización. Fue el mismo siglo XX el encargado de zanjar la cuestión derrotando dichas soluciones autoritarias en dos momentos cruciales. En efecto, la Segunda Guerra Mundial barrió la amenaza fascista, la respuesta de derechas a los problemas de las viejas democracias (aunque sus residuos siguieron torturando a los españoles por algún tiempo más); mientras que la Guerra Fría, ganada por los Estados Unidos y sus aliados occidentales, acabó con el sueño, o mejor dicho con la pesadilla, socialista, la solución al mismo problema pero planteada desde la izquierda. El mundo creía así poder respirar tranquilo, pues ni los nazis ni los comunistas volverían jamás a disponer de países enteros —bueno, de alguno sí, para regocijo de Alejandro Cao de Benós— para practicar sus dos deportes favoritos que son, a saber, matar y robar; o si lo prefieren, robar y matar. Elijan el orden de los factores, porque no alterará el producto, que es siempre el mismo: un horror. Y además, un aburrimiento. Que es otra forma de horror, sin duda.

Pero contrariamente a los mejores deseos de aquellas ya lejanas navidades de 1989, la historia del siglo XXI no está siendo, al menos en las regiones que habían regido el orden mundial desde que rodara la cabeza del rey de Inglaterra —casi un siglo y medio antes de que le ocurriera lo mismo a su colega francés, nada menos—, nada parecido a un cuento de hadas. Una nueva forma de horror, la neoliberal, destruye sin compasión la gran aportación del liberalismo de izquierdas de posguerra, que es la consecución de la justicia social sin violentar ni vidas ni haciendas gracias a una política fiscal progresiva y redistributiva, y al estímulo de la demanda agregada. El miedo, que es sobre todo miedo al empobrecimiento y a la falta de esperanza en un futuro sin espacio para los viejos —que paradójicamente serán más numerosos que nunca—, sin trabajo para los adultos y sin cultura para los niños, y desde luego caliente, muy caliente —en todos los sentidos—, se apodera de cada vez más ciudadanos. Es un miedo tan abstracto y tan profundo que toma formas grotescas, como el miedo al otro sexo, a otros países, a otros idiomas, a morir en un ataque terrorista, a descubrir los propios errores y miserias. Esta cultura del miedo es más letal y contagiosa que cualquier pandemia, y justifica que cada vez más personas sin distinción de edad, sexo ni clase social, pero cada una con distinta motivación, se muestren dispuestas a ceder libertad para ganar seguridad, en un cambalache sombrío que amenaza con echar a perder todos los sacrificios que el siglo XX tuvo que hacer para salvar el conjunto de libertades, garantías y derechos que habían hecho de la democracia liberal, y además social, la mejor y más creíble promesa que jamás se le había hecho a la humanidad de vivir una vida digna de ser vivida.

Considero, y en esto no soy original, a Winston Churchill un ínclito representante del siglo. Durante su mejor hora, que es la Segunda Guerra Mundial, Churchill no sólo nos recuerda que la democracia, siendo un mal sistema, es menos mala que cualquier alternativa imaginable, sino también que, de entre las alternativas disponibles, todas indeseables, el nazifascismo, la oposición de derechas al ideal democrático, es aún más indeseable que el comunismo, que es la oposición de izquierdas al mismo ideal. No mucho más, pero sí lo suficiente como para afirmar que si Hitler hubiera invadido el Infierno, él se habría aliado con el Diablo; a falta de tan distinguido ángel caído, se alió con Stalin, que era una especie de diablo bigotudo. Tan churchilliana intuición nos sigue pareciendo correcta aún hoy en día, y por eso la mayoría de ciudadanos de espíritu libre y amantes de la civilización miramos con desconfianza y recelo al populismo de izquierdas, pero todavía con más desconfianza y recelo al populismo de derechas. Y eso con relativa independencia de cuál sea nuestra ideología; igual que hizo Churchill, que era un conservador muy inteligente.

Si los siglos XVIII y XIX nos enseñaron a ser libres, el siglo pasado nos enseñó cómo detectar y combatir a los enemigos de la libertad, e incluso a medir qué nivel de amenaza representaba cada uno. Nos alertó, además, acerca del peligro de pretender esa forma de pureza que no tolera la imperfección. Casi nada.