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Mirando, para no preguntar

La coherencia no es tendencia

Admiro a las personas coherentes. Son superhéroes en una sociedad volátil. Son quienes saben asumir sus limitaciones y mantienen sus convicciones. Tienen claro que no pueden cambiar el mundo, pero actúan como creen que deben, para que el mundo pueda funcionar. Son los que mantienen sus principios tanto si les beneficia como si les perjudica.

Mi padre fue un hombre coherente, con firmes principios morales (que van mucho más allá de los religiosos, que también los tenía). Su principio básico era el de una sobria y discreta solidaridad. Era generoso y empático. Con su familia, con sus clientes, con sus superiores. Buscaba siempre los motivos que llevaban a los otros a comportarse de una determinada manera. Y lo justificaba, lo comprendía. Perdió tiempo, dinero y esfuerzo por mejorar la vida de los demás. Pero siempre tuvo los bolsillos llenos de una enorme paz interior. Su mejor herencia.

Hablaba poco, pero hacía mucho. “Lo importante no es tener, sino tener con quién compartir”, me dijo en una ocasión siendo una niña. Entonces no lo entendí muy bien. Era su máxima. La recompensa de una buena acción es haberla hecho.

Ser coherente es difícil, por supuesto. Chocamos contra nuestras propias incoherencias desde que empezamos a movernos solos por la vida. Nos suspenden el examen, pero aprobamos la asignatura. Cuando otros tardan mucho en hacer algo es que son lentos. Cuando tardo yo es que tengo exceso de trabajo. Cuando alguien hace algo que no se le había encargado, es que se está pasando en sus atribuciones; yo, sin embargo, soy una persona con iniciativa. Si alguien defiende con contundencia sus principios es tozudo e impermeable; en mi caso es que soy una persona con firmes convicciones. El triunfo del equipo contrario es cuestión de suerte, pero mi triunfo se debe al esfuerzo y el trabajo.

Hemos llegado a un momento en que la coherencia no está valorada. En política, por ejemplo, nos hemos convencido de que los programas siempre serán papel mojado. Eslóganes y buenas palabras que se convierten en utopías imposibles de llevar a la práctica. Mientras están en la oposición lamentan la falta de liderazgo de quien gobierna; cuando llegan al poder lamentan que los adversarios les pongan trabas y les lleven a los juzgados. “Que prueben una cucharada de su propio chocolate”, parecen querer decir. Será que el poder les trastorna a todos. Será que no es lo mismo prometer que dar trigo. O tal vez que la principal preocupación de cualquier persona al subirse a un pedestal es mantenerse en él en un difícil equilibrio.

Hace ya 2000 años que Séneca defendía: “No pretendo que el sabio deba caminar siempre al mismo paso, sino por la misma ruta”. Nuestra forma de pensar, de ver la vida, evoluciona con el el tiempo, cambiamos el ritmo del paso. Pero lo importante es que el lugar al que queremos llegar sea el mismo. Podemos entender que alguien que criticaba a quien vivía con escolta en un chalet, llegue a comprarse uno cuando forma una familia numerosa. Debemos comprender que en determinadas situaciones los partidos lleguen a coaliciones electorales aunque se hayan dicho “más que a un perro” y hayan intentado fagocitar al contrario y barrerlo demoscópicamente hablando. Incluso aplaudimos que aquellos que se han mostrado abiertamente republicanos, pero aplauden el mensaje institucional del Rey (el término “monarquicano” lo inventó Pedro Ruiz en los 80 para referirse a Santiago Carrillo).

Lo malo no es eso de “donde dije digo, digo Diego”. Lo malo es que criticaste del contrario lo que ves lógico para ti. Lo peor es, como dice el filósofo francés Gabriel Marcel, “cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive”. ¿Sobrevaloramos la coherencia? Yo añoro la que demostró mi padre.

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