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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

La historia del hombre del chiquipark

Los progenitores tenemos la capacidad de transformar la vida de nuestros hijos. Para bien y, desgraciadamente, también para mal. Es un poder que abruma. Por eso, apelo a una buena memoria selectiva

La memoria es selectiva. O por lo menos la mía y, además, no siempre selecciono lo relevante. Me cuesta recitar la totalidad de ríos y cordilleras de la península, pero recuerdo que cuando el chico que me gustaba salió del bar Corb Marí agarrado de la mano de otra chica, sonaba Cars and girls, de Prefab Sprout. En ese momento, supe que la canción sería emblema de que no siempre se gana. Y así es, incluso 30 años más tarde. Cada vez que rebozo bistecs tengo que revisar la chuletilla colgada de la nevera para confirmar si primero hay que enharinar o enhuevar y, sin embargo, me sé de memoria los números de teléfono de mis amigos, mi familia y las extensiones de los compañeros de trabajo. Mis recuerdos son selectivos y, al parecer, ilógicos.

Veo entrar al padre por la puerta del chiquipark y reconozco al adolescente que se mofaba de Margarita. Un hombre que vivía en el descampado de delante de mi casa y que se vestía de mujer, se ponía un gorro de fieltro verde y se pintaba los labios. Margarita caminaba con dignidad, a pesar de llevar siempre una botella de ron en la mano. Un día, el adolescente convertido hoy en padre le tiró una piedra y le profirió una retahíla de insultos. No me atreví a decirle nada y, aún hoy, me arrepiento. El hombre adulto llega al epicentro del estrés, que es el chiquipark, vestido con un traje chaqueta impoluto, mocasines brillantes y un corte de pelo más perfecto que el que yo podré lucir en mi vida. Su hijo va tras él, escondido detrás de su chaqueta. Como si fuera un teniente del ejército, le ordena que salude, que se vaya a jugar, que no se rompa los dientes y que no pierda las gafas. Se sienta con el grupo y saca su móvil. Al rato, una niña llega con las coletas deshechas y un golpe en la rodilla y culpa al hijo del adolescente a quien hoy reconozco como adulto. El susodicho considera que ésa es la excusa perfecta para humillar y para sacar, una vez más y como hizo con la pobre Margarita, su rabia contra los más débiles. Coge a su hijo del cuello de la camisa y, sin mediar solicitud de aclaración, le pasea por delante de la niña y del resto de invitados, incluidos los adultos, obligándole a pedir perdón a todos los presentes porque, en su opinión, ha fastidiado la celebración. El niño solloza y obedece. A ver quién se atreve a no hacerlo.

Las madres y los padres tenemos la capacidad de transformar la vida de nuestros hijos. Es una responsabilidad y un poder que abruman. Margarita reaccionó a las burlas del adolescente con un par de blasfemias, un corte de mangas y tirándole la botella de ron vacía a la cabeza. Él salió corriendo porque era, y seguramente sigue siendo, un cobarde. Hoy le veo colocar el abrigo a su hijo, anudarle una bufanda y exigirle que dé las gracias a todo el mundo. La niña de las coletas deshechas se acerca y le da un abrazo. Mira al padre y le dice que la verdad es que no le había hecho mucho daño. Ojalá ese chaval disfrute de una buena memoria selectiva. Se lo deseo de corazón.

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