Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Caer en la trampa

lo del pin parental está muy mal y es ligeramente repugnante. Todos nos hemos desahogado un poco - o un mucho - con el facherío, y al parecer la dinámica de réplicas y contrarréplicas no ha terminado, ni en las redes sociales ni en el espacio político. Muy bien. Pero el episodio del pin parental despide un perfume preocupante. Primero, por una cuestión de método. Simplemente se está respondiendo paulovianamente a las provocaciones y ocurrencias de la ultraderecha, a la que el PP mimetiza con estúpida contumacia, amplificando y retorciendo aún más su mensaje. No deja de ser asombroso que el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, se enzarce en twitter con Santiago Abascal sobre políticas de la infancia, después de estar muchos meses insistiendo en lo del cordón sanitario alrededor de Vox, sus pringosas ocurrencias y sus soflamas apocalípticas. Me caben dudas razonables de que Iglesias - que sabe mucho más de comunicación política que de Hobbes, Spinoza o Isaiah Berlin, por decir algo - no conozca perfectamente lo que está haciendo. Y lo que hace es exactamente lo mismo que Abascal -que no va más allá que de Ramiro de Maeztu-: ejercitar el músculo propagandístico, galvanizar a sus compañeros y legitimarse como socio de gobierno imprescindible, aprovechar para exaltar a su parroquia electoral y solazarse en su propio lenguaje ideológico como un instrumento vivo y útil que describe cabalmente la realidad.

Los valores básicos de la izquierda provienen de la Ilustración y pretenden ser principios universales o universalizables: la libertad individual, la partición ampliamente democrática en el gobierno de lo común, la igualdad ante la ley sobre cualquier discriminación por razones económicas, de raza, sexo, ideología u opinión, el pluralismo, la igualdad de oportunidades, la protección y fomento de los bienes públicos, el diálogo como instrumento de convivencia, la articulación de políticas de Estado para atender a los ciudadanos (desempleo, pensiones, salud, dependencia). Si la izquierda socialdemócrata disfrutó de amplias mayorías es porque muchísimos ciudadanos - incluso no afectos a posiciones de izquierda - simpatizan con dichos ideales, y particularmente ocurría así con las clases medias y la clase obrera. Ahora mismo no ocurre eso. Después de la recesión - que llevó a una redefinición de las relaciones laborales, un recorte de derechos sociales y el empobrecimiento de las clases medias y la lumperización o liquidación de la clase trabajadora - las políticas redistributivas se observan con desconfianza. Y es así aunque no les afecten las subidas de impuesto - tarde o temprano terminan afectándoles -. El sistema es estructuralmente irreformable y las clases medias lo pagan o con una mayor presión fiscal o recibiendo menos y peores servicios públicos.

Y no solo es eso. Es que determinados pronunciamientos en un Gobierno más de izquierdas que su propio electorado - no digamos que el resto - es o puede ser percibida por esa decadente mesocracia como un ataque a sus convicciones, a sus hábitos, a su cultura familiar o afectiva. Por ejemplo, cuando se escucha, como relato de responsables gubernamentales, que determinados modelos de familia deben recibir un apoyo especial por las dificultades que han atravesado o los prejuicios reinantes. Esas clases medias, que tienen en su identidad cultural su último asidero - porque su posición y sus expectativas económicas no son las de hace veinte años - se cabrea, se embronca, se derechiza y termina votando a la derecha o al facherío sin complejos de los abascales. Está pasando en toda Europa y terminará ocurriendo aquí.

Compartir el artículo

stats