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Antonio Papell

¿Hacia la normalización en Cataluña?

La lectura de una larga entrevista con Junqueras que se publicó el pasado día 18 en la prensa de Madrid nos dejó a algunos francamente desconcertados: el líder de ERC no aparecía como ciudadano común que había recapacitado sobre el grave error de intentar forzar la independencia de Cataluña por la vía unilateral, rompiendo el marco jurídico democrático del Estado español, sino como un fanático irreductible con pretensiones mesiánicas que en absoluto abdica de su derecho revolucionario y que está dispuesto a persistir en ese camino. A la pregunta del periodista sobre si “volvería a hacerlo”, la respuesta era asombrosa: “Sí. Desde los más estrictos principios democráticos, lo que hicimos en otoño de 2017 estuvo bien hecho. En un país normal no hubiera habido ningún problema. Pero España no puede ser un país normal si se dan palizas a los que van a votar, se mete en prisión a inocentes, se destituyen Gobiernos y se cierran Parlamentos por poner las urnas”. A la pregunta “¿No engañaron ustedes a los catalanes prometiendo una independencia imposible?”, la respuesta no pudo ser más irritada ni abrupta: “Y una mierda. Y una puta mierda. Dijimos la verdad: que el procés tenía que acabar en la independencia. Eso se impidió con palizas, cárcel, destituyendo Gobiernos y cerrando Parlamentos”.

Pues bien: en teoría, la estabilidad de la legislatura, que pasa por una negociación política en Cataluña que mitigue y encauce el conflicto abierto por el 1-O, sus preparativos y consecuencias, depende de este sujeto energuménico que habla como un orate.

Ante estas actitudes radicales, destempladas, tan poco pacíficas ni propensas a una solución negociada, el principio de acuerdo conseguido entre PSOE y ERC resulta ininteligible, dado que ni los republicanos expresan la menor disposición a renunciar a la vía unilateral y a embarcarse en un diálogo abierto dentro de los márgenes constitucionales, ni, como es obvio, el gobierno va a salirse de los límites de la Carta Magna para dar satisfacción al independentismo catalán. Tal choque de trenes tan sólo se entendería si, en realidad, los independentistas de ERC mantuvieran un doble discurso (o utilizaran un doble lenguaje): uno exlícito para consumo interno, para mantener la inflamación de sus bases y el colegueo con los restantes independentismos, y otro tácito, que respondería a su posición real, que es el que se utilizará privadamente en las negociaciones previstas.

Esta segunda opción -la de que se ha producido una reconsideración, que ha dado lugar a un apaciguamiento y abre por tanto las puertas a na solución negociada- explicaría también la progresiva normalización institucional que tiene lugar en Cataluña, ya que tanto el ayuntamiento de Barcelona, sin presupuesto desde 2015, como la Generalitat de Cataluña, sin presupuesto en tres años, han conseguido acordar unas nuevas cuentas públicas.

Dicho en otros términos, el optimismo del gobierno de Pedro Sánchez, que ha conseguido formarse primero y que ahora acaricia la elaboración de unos presupuestos que no nacerán sin el voto afirmativo de ERC, se debe a que está convencido de que ERC ha recapacitado, y, de forma parecida a cómo reaccionó el PNV tras el Plan Ibarretxe, está dispuesto a conseguir el acuerdo más beneficioso posible, aun dentro del marco constitucional. Todo indica que ese acuerdo pasaría por una reforma estatutaria, con el consiguiente plebiscito de ratificación.

Esta hipótesis tiene una enemiga, que es la rivalidad entre el independentismo teóricamente progresista de ERC y el conservador de los posconvergentes capitaneados por Puigdemont, que no están dispuestos a perder un ápice de protagonismo y que disfrutan de la tribuna pública que les proporciona el pintoresco Puigdemont, payaso en todos los circos europeos. Es obvio que a los sucesores de Pujol no les conviene la vía emprendida por Junqueras, que les deja notoriamente en posición marginal. Por más que tanto ERC como el Gobierno central estén dispuestos a hacer el paripé con Torra, monigote a punto de inhabilitación que ni siquiera tiene ya valor simbólico en este final de etapa en que se percibe el cansancio insuperable de una ciudadanía demasiado golpeada por mentiras, expectativas imposibles e invocaciones patrióticas anacrónicas y trasnochadas.

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