Ayer, ya tarde tanto en el reloj como en el calendario, fui al cine a ver la última y definitiva entrega de la saga Star Wars. Me acompañaba un nutrido e ilustrado grupo de jóvenes que por alguna razón habían aceptado mi compañía durante unas breves horas, y mi única ventaja sobre ellos era que yo era el único de los presentes que había tenido el honor de haber visto también en sala grande y en riguroso estreno la película con la que empezó todo, ese maravilloso Episodio IV que los más viejos del lugar nos resistimos a llamar por su nombre porque nos aferramos al clásico La Guerra de las Galaxias, una traducción poco rigurosa y que sin embargo tiene el mérito de establecer una conexión inconsciente entre la obra en cuestión y otro clásico más antiguo al que Él (entiéndase que Julio César es el antecedente de este mayúsculo pronombre) llamó, en latín en el original, La Guerra de las Galias.

No me marcho al mundo clásico por casualidad; al contrario, yo soy de los que piensa que el universo Star Wars —entendiendo por tal, en una interpretación bastante restrictiva, sólo la trilogía original inicial que arrancó en 1977 y culminó en 1983— tiene valor de auténtica narración épica fundacional. Opino, de hecho, que es la segunda gran trilogía del siglo XX la cual, junto a la literaria El Señor de los Anillos, ha redefinido el valor de la épica en nuestros días. El universo concebido por George Lucas tiene todo lo necesario para ser ese relato que modele la cosmovisión de un conjunto de generaciones contemporáneas. No en vano han corrido ríos de tinta mostrándonos de qué manera dichas películas conectan con las leyendas artúricas, nos explican qué es un héroe, retoman el antagonismo, viejo como el mundo, entre el Bien y el Mal, nos invitan a reflexionar en torno a la tensión dinámica que se establece entre tradición y modernidad, y a la conveniencia o no del cambio tecnológico llevado a sus últimas consecuencias, hacen aparecer la religiosidad y el pensamiento místico como elemento ambivalente pero irrenunciable de la ecuación, y alertan acerca del peligro que corren las democracias cuando caen en la autocomplacencia y el decadentismo; y hacen todo esto revisitando la narración de la caída de la República romana y su transformación en un Imperio donde el deseo de libertad va cediendo terreno frente a la sed de poder, una transformación cuyo motor es el miedo primigenio que, al crecer y ensombrecer los corazones, permite el triunfo de Tánatos frente a Eros, el principio de toda vida, de todo deseo, de todo amor.

Pero Star Wars es incluso más que eso. Si Tolkien dibuja con éxito la figura del antihéroe gracias a los pequeños hobbits, sin los cuales las grandes proezas de la épica clásica habrían servido de poco o nada, Lucas introduce tres elementos que se conjugan con lo ya descrito para llevar su realización a la categoría de obra maestra: un villano incluso más atractivo e interesante que cualquiera de los héroes del bien —yo no conozco a ningún malote tan guay como Darth Vader—, un homenaje a la cultura custom norteamericana centrado en Han Solo y su Halcón Milenario, y también, y sobre todo, un drama paterno-filial que introduce en la historia las aportaciones del psicoanálisis, la escala de grises que torna muy porosa la barrera que separa el bien del mal, y que permite un nivel de complejidad psicológica tanto en el héroe como en su némesis que alcanza su punto culminante en el ya mítico "I am your father", momento climásico no ya de la saga, sino de la propia historia del cine y de la narrativa épica. Con el orgullo propio de la generación que vio nacer tal maravilla, yo me atrevería a dirigirme a cualquier cantar de gesta anterior y decirle "supera eso€ si puedes".

Hay, eso sí, dos grandes 'peros' que ponerle a los tres primeros filmes: la relativamente escasa intensidad, pegada, fuerza o erotismo del héroe positivo, quizá más un reflejo de la falta de cualidades del actor que lo encarna que de la construcción del personaje en sí; y el machismo, aún imperante en la época, que impidió que la primera carencia fuera suplida por un reforzamiento del papel de la heroína, una imponente y poderosa Carrie Fisher cuyo fallecimiento la Galaxia sigue llorando ahora y siempre.

No éramos pocos quienes deseábamos que tales desatinos fueran resueltos por la tercera trilogía. Y es cierto que la primera vez que uno ve a Rey, la nueva heroína, nada más empezar el Episodio VII, se dice a sí mismo que ahí hay más madera que en el Luke de Mark Hamill. Pero sólo es un espejismo. A despecho del buen hacer de la actriz principal, el personaje de Rey es plano, como todos los demás personajes de esta tercera trilogía, tanto malignos como benignos. Disney nos ofrece una fiesta de la diversidad acorde con los nuevos vientos morales hollywoodienses, pero desprovista de toda grandeza, de toda intención, de toda guía que no sea la de recordarnos la importancia de la amistad y de la generosidad —como si fuera una novela de Harry Potter, como si solamente esas virtudes, necesarias pero no suficientes, bastaran para construir algo imperecedero—, tan sólo aderezada con todo lujo de impactos audiovisuales y coreografías de batalla, tanto individuales como grupales. No es que el fondo se subordine a la forma sino que, directamente, la cultura de la imagen devora todo lo demás, salvo una continua apelación al sentimentalismo más ramplón. Pero, ¡ay!, nada queda de la épica que hizo extraordinaria a la serie, una épica que, con muchos claroscuros y ceños fruncidos de los espectadores, la segunda trilogía, la de inicios de nuestro siglo, y aún controlada por Lucasfilms, se había esforzado en, no sé si respetar, pero sí al menos en recordar.

Cuando salimos del cine, la sabia voz veinteañera de uno de mis acompañantes fue lapidaria: "no puedes establecer unas reglas del juego, y luego cargártelas a voluntad para sostener un relato que, de lo contrario, sería no sólo aburrido, sino además incoherente". Pues eso. No se puede decir mejor. Como señor que ya peina canas y que vio la primera película con la inocencia de un niño, me sentí reconfortado al ver que a los jóvenes el subproducto que acabábamos de presenciar les dejaba tan fríos como a mí, pues así supe que no estaba yo cayendo en el viejo error de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor por el simple hecho de ser pasado. Me pregunto, eso sí, hasta qué punto estos nuevos y chapuceros episodios Disney del VII al IX no son sino testimonios de una época que no proporciona a los jóvenes estímulos para una profunda y matizada reflexión y reformulación ética, y que suministra en su lugar una mixtificación supuestamente moralizante pero no ejemplarizante, inconsistente, pobre, carente de grises, efectista, afectada, sensiblera —que no sensible— y trufada de consignas tan doctrinarias como vacías. En fin, que la Fuerza os acompañe.