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Bendita indiferencia

Me pregunto si hay alguien a quien le interesen de verdad las noticias sobre los nombramientos de ministros del nuevo gobierno. Me refiero, claro está, a alguien que no sea periodista o político profesional o que no tenga algún interés relacionado con la administración del Estado (es decir, que viva pendiente de alguna clase de subvención o de ayuda económica). Lo digo porque uno percibe bastante indiferencia entre la gente de la calle. Ayer por la mañana, en un bar, mientras las tertulias televisivas hacían complejos análisis sobre la personalidad de los nuevos ministros y sobre las razones por las que habían sido nombrados, casi ninguno de los parroquianos estaba prestando atención a la pantalla. A mi lado, una pareja comentaba la muerte del gato Rocky, que se murió cuando tenía dieciocho años, justo el último día del año (por lo visto, el buen Rocky llegó a este mundo con un certificado de nacimiento). En la barra, dos o tres clientes miraban abstraídos los móviles. Y un lector solitario, en una esquina, repasaba las páginas deportivas del periódico. No creo que a ninguna de estas personas les preocupe mucho que Teresa Ribera, por ejemplo, haya sido nombrada vicepresidenta de Transición Ecológica y Reto Demográfico (suponiendo que alguien entienda qué demonios significa eso).

De todos modos, es una suerte que la mayor parte de la población se tome las noticias políticas con tanta indiferencia. Si la pareja que tengo al lado y que ahora mismo está lamentando la muerte del buen gato Rocky se tomara la política tan en serio como los diputados de las Cortes, ahora mismo estarían destrozando las sillas del local frente a los gritos impotentes de un pobre camarero aterrorizado. Supongo que hay un alto grado de pésima actuación teatral en el tono apocalíptico con que los políticos se comportan en el Congreso, pero si ese tono se contagiara algún día a los ciudadanos que esperan el autobús a las siete de la mañana, habría que salir a la calle con un bazuca y una escafandra de amianto. Por fortuna, la gente habla de los concursos televisivos, de cotilleos, de visitas al hospital o de acontecimientos modestamente venturosos (una señora, en el autobús, contaba que le habían tocado doscientos euros en el sorteo del Niño). Nadie, al menos que yo haya oído, habla de la patria o del sagrado derecho de autodeterminación o de los gloriosos Tercios de Flandes. Suerte que tenemos.

George Orwell, que combatió con los republicanos en el frente de Huesca durante la Guerra Civil -le metieron una bala en el cuello-, y que luego luchó con los anarquistas y los trotskistas contra las fuerzas de la Generalitat durante "els fets de maig", escribió que había una frívola izquierda intelectual que hablaba alegremente de eliminar al adversario sin darse cuenta de la significación real que tenían estas palabras. "Gran parte del pensamiento de la izquierda -escribió Orwell en 1937- consiste en gran medida en jugar con fuego, pero sin saber siquiera que el fuego quema". El problema que tenemos ahora es que tanto la izquierda como la derecha se dedican a jugar con fuego sin saber que el fuego quema. Basta pensar en las bravatas exhibidas en el Parlamento el día de la investidura de Pedro Sánchez, en los desplantes, en los insultos, en los desafíos y en las amenazas apocalípticas. A ratos, la pasada sesión de investidura parecía un parlamento centroeuropeo de los años 30 (o el propio Parlamento español en los agitados años de la República, cuando algunos diputados hacían el signo ominoso de apuntar con una pistola a sus adversarios). Si toda esa furia y ese odio, si toda esa voluntad incendiaria de exterminar al adversario se trasladara a las calles, este país ardería en tres días. Afortunadamente, la gente prefiere dedicar su atención al gato Rocky o al VAR o a los tuits de un concursante de Masterchef al estado de las cocinas que visita el gran Chicote.

No es una buena idea concebir la política como una campaña militar concebida para exterminar al adversario. Sobre todo porque es muy fácil iniciar un incendio que nadie sabe cómo puede detenerse una vez empezado. Las sociedades que se creen estables y seguras pueden arder de la noche a la mañana igual que ha ardido media Australia en dos semanas de fuegos incontrolados. Bastaría con que la gente dejara de hablar de la muerte del gato Rocky y un buen día empezara a desearle la muerte -con rabia, con desesperación, con la boca estremecida por la furia- al primer líder político que asomara la cara por la pantalla del televisor. No sería la primera vez que ocurren estas cosas.

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