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Matías Vallés

Que gobiernen los alertadores

La escena más deslumbrante del año finiquitado se produjo en diciembre, pero no ha quedado impresa en la memoria colectiva. Muestra a Emmanuel Macron retomando su sobrenombre de Júpiter, arbitrando una mesa a la que había sentado a Vladimir Putin y al presidente ucraniano Volodímir Zelenski. Un prodigio de geoestrategia, salvo que a su alrededor arde París en huelga. Las innumerables revueltas no ocupaban ni un pestañeo del presidente francés. ¿Puede resolver la crisis bélica de Odessa quien no logra apaciguar a sus pensionistas?

Se alegará que el trío citado solo compensa la asimetría de un Gorbachov canonizado en Occidente y aborrecido en Rusia, con un Macron que resuelve el imperio ruso mientras se hunde su cotización doméstica. Sin embargo, la era de la ira agrava la desafección tradicional hacia los gobernantes propios, y obliga a buscar figuras exóticas de consenso político.

Es el momento de analizar si deberían gobernar los alertadores globales, a falta de encontrar una traducción más afortunada de los whistleblowers o chivatos, que en francés pasan a ser lanceurs d’alerte. Si el planeta solo atiende a los mensajes de Greta Thunberg, Edward Snowden o Julian Assange, lo lógico es que los líderes extemporáneos controlen las instituciones. El escepticismo ambiente obliga a reseñar que estos revolucionarios individualistas y con una sospechosa frecuencia del Asperger también presentan fecha de caducidad. De acuerdo, pero su vida media los mantiene radiactivos durante más tiempo que los políticos tradicionales.

Las instituciones contaminan irremediablemente a las personas que se empeñan en doblegarlas. La reforma de la Administración española es un empeño ejemplar de Felipe González, jamás ejecutado durante su mandato y que ninguno de su sucesores se ha atrevido ni a insinuar durante el cuarto de siglo subsiguiente. Y quien recuerde el carisma acumulado por el primer presidente del Gobierno, sabe que la burocracia estrangulará inmisericorde a quien se atreva a alterar sus mecanismos. De nuevo, salvo que se trate de un alertador, puesto que la mayoría de ellos han pagado la defensa de sus principios con la cárcel, el destierro o una travesía de ida y vuelta del Atlántico en catamarán.

La adolescente Greta Thunberg se erige en patrón de un sistema de coraje que ni siquiera respeta las reglas del aprendizaje. La revista Time acertó de pleno al nombrarla persona del año, en cuanto campeona del salvajismo pomposo. Acostumbrados a la letanía de grandes frases de los estadistas de guardarropía, que siempre acaban por remitirse a Churchill, impresiona que la activista sueca repose sobre un tremendista “¡cómo os atrevéis! ¡Habéis robado mis sueños y mi infancia con vuestras palabras vacías!” El planeta ha girado durante un año entero en torno a este manifiesto. De nuevo, se matizará que el despliegue de energía no se ha concretado en una mejoría de la salud climática. Aquí solo puede añadirse la muletilla de Gila, “¿comparándola con quién?”.

Los denunciantes del funcionamiento de grandes corporaciones y gobiernos son los únicos que asumen los riesgos de su toma de decisiones. Los alarmistas no han sido anulados por el presidio, caso de Chelsea Manning, ni el confinamiento, caso de Assange, ni el exilio, caso de Snowden, ni el enjuiciamiento, caso de Hervé Falciani. Su rebelión contra la “razón de establo” procede desde un discurso articulado y que golpea directamente el sistema nervioso. También poseen el ego suficiente para sustentar un planeta.

Se opondrá en fin que los alertadores ya han gobernado, con la vista puesta en una de las urbes más populadas y cotizadas del orbe. Barcelona, sin ir más lejos. Ada Colau adquirió notoriedad al llamar “criminal” a un representante de la Banca en el Congreso. Salpimentó la acusación con la etiqueta de “cínico”, llamó “estafa generalizada” al régimen de ejecución hipotecaria y le detalló al financiero las razones por las que no le arrojaba un zapato a la cabeza. En efecto, el discurso de la alcaldesa se ha moderado notablemente, y es probable que todavía no haya alcanzado su nivel mínimo de combatividad.

Casi cada argumento a favor de los alertadores ha sido severamente erosionado. No podía ocurrir de otra manera, en un mundo en el que gobernar se ha puesto imposible. Con todo, el eco de la soledad del chivato supera en impacto a los políticos electos. Son los mesías más temidos, por mucho que su disidencia acabe remansada en diferencia cromática. No solo introducen la duda entre sus adversarios, sino que contribuyen a sosegar a su partidarios. El mundo sería más inhabitable sin el concurso de quienes denuncian de continuo sus condiciones de habitabilidad.

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