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Daniel Capó

Dos acontecimientos

La historia española del siglo XX cuenta sobre todo con dos acontecimientos de relevancia mundial. Uno fue trágico, el otro ejemplar. El primero nos habla de los males que emponzoñan la política y el pueblo: el fanatismo ideológico, la incultura, el rencor, el odio y el maniqueísmo. El segundo nos lleva a lo contrario: al perdón y al reencuentro; a la memoria de un dolor compartido, que ha sacado sus lecciones de la experiencia del pasado y que se niega a repetir los errores; a la generosidad de vencedores y vencidos, conscientes -quizás- de que todos fuimos de algún modo derrotados. Estos dos episodios lógicamente fueron la Guerra Civil, que desangró a España durante tres años, y la Transición. Ambos acapararon las portadas de la prensa internacional, fueron analizados y estudiados por políticos e historiadores, y siguen siendo hoy motivo de debate -para bien o para mal-. Porque, en el fondo de esta dialéctica, subyace una cuestión muy simple: integrar al distinto o exiliarlo. Un poeta tan interesante como el salmantino Juan Antonio González Iglesias lo expresó mucho mejor en una entrevista concedida hace unos años: “Me hace sentirme exiliado la costumbre última de intentar aniquilar al que piensa lo contrario de uno mismo. El anatema social contra el otro, la excomunión política, las amenazas, los insultos… son todo lo contrario a lo que yo aprendí cuando estudié la democracia ateniense y cuando viví de joven los primeros años de nuestra democracia. Un mundo en que el otro debe ser aniquilado no es mi mundo”.

El gran milagro de la Transición -frente a la Guerra Civil y los años grises del franquismo- fue hacer posible un país sin exiliados; con sus errores y sus miserias sin duda, pero básicamente reconciliado y libre, capaz de afrontar con confianza las incógnitas del futuro. Así se nos educó: no en el silencio ni en el olvido, sino en una memoria lo suficientemente generosa para garantizar el pacto del perdón mutuo. Ese fue el mito en el que crecimos y por el que apostamos, creo que no ingenuamente. Al final, la única medida de la verdad es la abundancia y la bondad de sus frutos. Y los frutos de la Transición no fueron malos, ni mucho menos: recuperación de derechos y libertades, descentralización del Estado, desarrollo de la Seguridad Social y de las políticas de bienestar, integración en Europa e internacionalización de la economía. Ojalá las próximas cuatro décadas sean tan prósperas como las anteriores. Aunque no parece que vaya a ser así.

Es difícil de precisar en qué momento justo regresó el guerracivilismo a nuestro país. Seguramente no hubo un corte lineal, una traición concreta que delimitase un antes y un después, sino una lenta acumulación de errores y desencuentros superponiéndose unos a otros. Quizás sea algo implícito al propio significado de la palabra “transición”, que indica algo inacabado, en movimiento incesante hacia otro lugar. Y es probable que ese destino último tuviera sentidos contrapuestos para unos y otros. A saber. Lo cierto es que, una vez cruzado el Rubicón de esta década, difícilmente hay vuelta atrás. Se inicia una nueva transición con unos mimbres mucho peores que los de los años setenta, porque al final las ideas construyen la realidad y nuestras ideas -las que recorren ahora España- no dan para mantener un país desarrollado y próspero, un país que asume las heridas de su pasado para mirar con confianza al futuro. Es como si no hubiéramos aprendido nada. O, peor aún, como si no quisiéramos aprender.

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