Diario de Mallorca

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Tres notas de otro tiempo

2005. Ayer acabé La guardia, de Nikos Kavvadías, probablemente la mejor novela sobre barcos que haya leído nunca. Y en realidad apenas habla del mar: está detrás, como el bien o el mal, pero nunca es sujeto ni objeto. El libro habla de marinos, mujeres, puertos, barcos, buques y navíos, por decirlo en acertada expresión de otro (el realizador Ricardo Franco). Descubrí a Kavvadías hace muy poco, viendo a las tantas el comienzo de una película por la 2 -Entre dos mares- que trataba del radiotelegrafista de un carguero, fumador de opio, al que su mujer había abandonado. Luego me dormí. Al día siguiente busqué en internet, convencido, por la atmósfera de las imágenes, de que era la adaptación de algún relato literario. Efectivamente. Su autor era un poeta griego nacido en Manchuria en 1910 -lo que queda estupendo- y muerto en 1975. Sólo publicó tres libros de poemas - Marabú, Bruma y Navegación de través-, una novela -La guardia- y dos relatos póstumos -el que dio pie a la película fue uno de ellos-. De sus poemas sólo hallé traducidos cuatro o cinco en la antología de Moreno Jurado y otros tantos en inglés en la red. Nunca escribió sus memorias: 'me matarán si digo todo lo que sé', leí que había dicho. ¿Qué debía saber? ¿De los tráficos que existen en las guerras, de los armadores de su país, de las mujeres que amó...?

En sus retratos aparece entre circunspecto y melancólico, como no creyéndose que haya motivo para hacerle un retrato. En la mayoría de ellos aparece en su camarote de radiotelegrafista, con jersey de cuello alto y un aire a lo Pierre Mac Orlan, aunque sin capacidad ni ganas para la guasa. La guardia me ha gustado mucho - 'Tómame de la mano y enséñame el mundo', 'No tengo mano y el mundo no existe'-, pero el personaje de su autor todavía más. De niño, yo construía radios -con pilas gastadas, botones y cajas de metal- e imaginaba que viajaba en un barco desde donde emitía códigos cifrados -ahora hago algo parecido: la poesía, al fin y al cabo, también es un código cifrado y la vida de uno siempre es un barco-. Kavvadías fue de adulto lo que yo quería ser de niño y eso me lo hace más cercano todavía que el hecho de escribir versos o una novela magnífica que aquí pasó sin pena ni gloria cuando se editó.

2017. Suele hablarse de los celos entre escritores, pero apenas se hace de los celos críticos. El crítico que la primera vez que escribió sobre el libro de un autor lo hizo a la contra -en ese estilo ad hominem, tan frecuente en casa- no ha de cambiar nunca de opinión. A medida que los libros de aquel autor se lean y obtengan cierto reconocimiento y buenas críticas, a lo más que ha de llegar el crítico es al silencio público (otra cosa serán las deyecciones privadas). No escribirá jamás sobre ninguno de esos libros y si lo hace será para citar a su autor en un pelotón sin mérito, pues los pelotones nunca lo tienen. El crítico está imposibilitado para rectificar y no lo hará; siempre leerá, de leerlos, los libros del autor por él silenciado buscándoles la tara escondida. Al revés que con los de su escudería particular, sobre los que ha de escribir bien hasta que se retire, pues son su espejo y acaban siendo la razón de su existencia como crítico.

Pocos años antes de morir y después de una vida de minusvaloración y ninguneo -perdón por el palabro, por otro lado tan gráfico-, el músico Anton Bruckner fue reconocido como tal por academias, universidades et alii, y hasta el emperador lo recibió orgulloso en palacio, otorgándole su protección a partir de aquel momento (y no creo que nada de eso impresionara ya al músico). El día del estreno de su Octava Sinfonía -faltaban cinco años para que Bruckner muriera- Viena se vino abajo, pero minutos antes de que eso sucediera, un tal Hanslick, crítico estrella de su época, abandonó la sala de forma que todos los asistentes se dieran cuenta del desplante. La sinfonía aún no había acabado y Hanslick, que ya se había opuesto a que Bruckner fuera nombrado doctor honoris causa, no sé si silenció el estreno en su página o descuartizó la sinfonía, pero por ahí debió andar la cosa. Somos bastantes los que no seremos Bruckner jamás, pero hemos conocido a algunos Hanslick. Y todos sabemos de Bruckner ahora, pero apenas nadie recuerda a Hanslick, que en su momento tuvo el poder de crear famas y destruirlas.

2019. Leo en L'Obs una crónica sobre la hija de Georges Duhamel, que murió a los 49 años hace veinticinco y de la que se acaba de reeditar su primera novela, Gare Saint-Lazare. Una novela parisina -leo- al estilo del cine de la Nouvelle Vague, es decir, una crónica social y sentimental de su tiempo. Su protagonista se enamora de un joven de 17 años, que vive en el quai Conti, gesticula mucho con las manos, fuma Craven-A, escribe su primera novela y -atención- mide 1'95 metros. Esa novela será La Place de l'étoile y ese joven -Nicolás en el libro de Duhamel- es, será, el escritor Patrick Modiano.

Ella cae enamorada: 'lo encuentro magnífico', dice. Él le descubre a Céline, Drieu y Chardonne; o sea, el colaboracionismo. El amor -cuenta el cronista- no se satisface -'muy difícil amar a un joven atormentado por sus demonios interiores, que aún no ha aprendido a gobernarlos con sus libros'- y ahí está la clave de todo. No de Modiano sólo, sino de tantos. Y no en la satisfacción o no del amor. En el libro se le describe como capaz de súbitas violencias, obsesionado por la Ocupación, interpelando a un guardia tildándolo de gestapista y necesitado de subrayar su diferencia -'yo soy judío, tú eres goy'-. Los demonios interiores de la juventud y su gobierno posterior a través de la escritura: esto es una de las caras de la literatura, sin duda. O mejor: ésta es la clave. La madurez también, que suele conseguirse, además, escribiendo.

Ahora Modiano es nobel y la novela de Betty Duhamel aparece año y medio después de la publicación de otra de Pauline Dreyfuss que transcurre en el hotel Meurice el día que le dieron a Modiano el premio Roger Nimier por La Place de l'étoile, esa novela que estaba escribiendo cuando la hija de Georges Duhamel lo conoció.

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