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Mercè Marrero Fuster

La suerte de besar

A veces, más de lo necesario, haces una cosa y, al mismo tiempo, crees que deberías estar haciendo otra. Estás en un sitio y tienes la cabeza puesta en otro. Es un sinvivir. Si te quedas tumbada en el sofá, el cargo de conciencia te recuerda que deberías estar subiendo una montaña y si sales a cenar con amigos, el runrún de que pasas poco tiempo con tu familia surge nada más pedirte la primera caña. La buena noticia es que, en cuanto te tomas la tercera, la percepción desaparece. Es esa sensación de estar, pero no estar del todo. De querer y no querer. Las personas a las que esto nos sucede tenemos la teoría muy clara. Somos como esos alumnos que se presentan al examen de conducir y no cometen ni un fallo en la prueba teórica, pero pinchan en la parte práctica porque se han saltado la señal de Stop.

Sabemos que el momento presente es lo único importante. Lo sabemos porque hemos hecho terapia, yoga y un curso de meditación, pero somos tan mundanos que, a la mínima, nos anclamos en el pasado y nos angustia el futuro. Tenemos claro que, en lo que a las relaciones se refiere, lo importante es la calidad y no la cantidad, pero bienvenida sea la culpa si no visitamos a un familiar asiduamente. Decimos con mucho garbo y soltura que lo inteligente es ocuparse y lo inútil es preocuparse, pero somos unos controladores compulsivos y, por supuesto, hemos leído tropecientos artículos sobre la importancia de decir no y de no asumir más responsabilidades de las que podemos, pero vamos siempre con la lengua fuera.

Un terreno especialmente abonado de esas pequeñas incongruencias es el de la educación de nuestros hijos. Somos Jekyll y Hyde. Hemos consultado manuales sobre el refuerzo positivo, las inteligencias múltiples, las metas asumibles y la importancia de la coherencia en los límites. Estamos al tanto de lo que sí hay que hacer y de lo que no y, evidentemente, sabemos que gritar y perder los papeles equivale a un anatema. Pues bien, cada mañana, antes del colegio, y todas las tardes, a partir de la merienda, la teoría se va al cubo de la basura. Algunas madres apremiamos, nos desesperamos y chillamos a partes iguales. Nos despertamos sintiéndonos Jean Piaget y nos vamos a dormir sintiéndonos un Herodes cualquiera. Porca miseria.

La Navidad me inquieta. No es nada personal. Me gusta la gente contenta, las luces de las calles y hacer regalos. He aprendido a lidiar con los villancicos y ya ni me inmuto con el redoble de las panderetas. Me encantan las comidas de empresa, porque trabajo en la entidad más bonita del mundo y albergo esperanzas de que algún día ganaré la lotería. Si a mi primer novio le tocó el Gordo, ¿por qué no a mí? No, no tengo nada en contra de la Navidad, pero me incomoda esa obligación de hacer balance. De pasar cuentas de lo que hemos hecho, dejado de hacer, debido hacer y deseado hacer. Ahí está el meollo de la cuestión. Así que, haré lo que se me da bien y me diré a mí misma que no pasa nada si no somos las amigas, hijas, madres, parejas, hermanas, trabajadoras, vecinas o deportistas perfectas. A ver cuánto dura.

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