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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Una cerveza, por favor

Estás aquí. Veo tu pecho subir y bajar tranquilamente. Cada momento es un regalo. Observo tu mano. Escudriño parecidos posibles. Reconocer en mí un gesto tuyo, un rasgo. Tengo la necesidad de agarrarme a tu herencia genética. Me parece que tenemos el anular parecido. El nudillo huesudo y, también, la forma de caminar. Y creo que he heredado tu nariz. Recuerdo el día que interpreté a un leñador con bigote en el musical Pedro y el lobo, de Prokófiev, y alguien del público, al finalizar la función, vino a preguntarme si era la hija de Pedro Pablo. "Sí", dije orgullosa. Era un honor que alguien te viera en mí. Hoy también lo es. Hubo una época en la que me dio por ir pésimamente vestida y combinar prendas de manera estrambótica. Era una manera de revindicar mi individualidad frente a tu elegancia. Frente a tus trajes hechos a medida, perfume, camisas y corbatas perfectas, yo mezclaba bombachos con calcetines rojos, mocasines y jerséis inmensos y tú me decías que parecía sacada de una película de Woody Allen. Fui de viaje, a la feria y al cine por primera vez contigo. Me llevaste a ver La Guerra de las Galaxias y, como me fascinó, nos quedamos a la siguiente sesión. Mi padre, mi héroe, que tan a menudo pasaba olímpicamente de los convencionalismos. Como cuando nos invitaste a mi amiga María y a mí a pintarrajear el salón de casa. Sabías que María estaba triste porque había perdido a su hermana y nos regalaste horas de libertad y de desmadre. Garabateamos ciudades y familias felices. Dibujamos perros, gatos y pájaros que sobrevolaban montañas, barcas sobre mares repletos de peces y arcoíris de colores. Luego, sacaste el timple y nos cantaste las canciones típicas de Canarias, las que cantabas en las parrandas de la Playa de las Canteras. María, durante un rato, se olvidó de la tristeza y yo pensé que era imposible tener un padre mejor. Agasajabas y ahuyentabas la tristeza como nadie.

Observo tu elegancia. Incluso tumbado y recogiendo tus velas, te mueves con prestancia. Cómo entrelazas los dedos o te rascas el brazo. Siempre tan atento a los detalles. No sabes la cantidad de personas que resaltan lo pendiente que estabas de que ellos se sintieran bien y de que no les faltara de nada. Pienso en las Navidades que invitaste a comer al chico que trabajaba en la notaría y que acababa de divorciarse. No podías soportar que estuviera solo viviendo un desamor. Si tuviera que resaltar alguna de tus cualidades, esta sería, sin duda, la generosidad. Con tu tiempo, tus emociones, a la hora de compartir una mesa y tus posesiones.

Miro tu mano. Me agarro a ella, la presiono. Tres apretones significan "te-quie-ro", cinco que "to-do-i-rá-bien" y seis "es-ta-te-tran-qui-lo". Nacemos y morimos solos. Mientras, nos acompañamos. Y lo hacemos lo mejor que podemos y sabemos. Cuando llega el momento en que aprietas la mano de alguien a quien quieres y le envías mensajes en morse, muchas cosas que han pasado entre y entre ya dan igual. Solo importa lo esencial que, básicamente, tiene que ver con las emociones. Mueves los labios, vocalizas algo y me acerco creyendo que me dirás que estás orgulloso de mí, pero no. "Me tomaría una cerveza, por favor", susurras. Yo brindo por ti.

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