Recuerdo caminar, cuando era un niño de corta edad, junto a mi padre por las playas del sur de Mallorca, las cuales, sobre todo en invierno, aparecían después de alguna pequeña tempestad totalmente cubiertas de restos de todas clases que el mar arrojaba a la arena, como queriendo devolvernos lo que los humanos le endosábamos y no le pertenecía ni quería aceptar. Muchos de esos restos eran de material plástico y, al verlos, mi padre me explicaba que se trataba de residuos prácticamente eternos, ya que, al contrario que otros materiales orgánicos o fácilmente biodegradables, permanecerían cientos -si no miles- de años en una naturaleza a la que estábamos envenenando poco a poco. Me explicaba así mismo que dichos residuos eran lanzados cada vez en mayor cantidad a los ríos, a los mares, a los bosques?, de forma creciente e imparable. Me hablaba también sobre la cada vez mayor contaminación de la atmósfera (sin que en aquellos años hubiéramos oído hablar todavía del efecto invernadero, ni del cambio climático, eso vino un poco después). Y me advertía de que solo la concienciación de los más jóvenes permitiría salvar al precioso (en muchos sentidos) planeta en el que vivimos.

Hoy en día se da la paradoja de que es más difícil encontrar tantos residuos como entonces en las playas (y sé lo que digo, porque cuarenta años después visito habitualmente las mismas), pero únicamente porque son retirados por los servicios de limpieza de forma más sistemática que en aquel entonces. Y, sin embargo, tenemos constancia de que la densidad de residuos plásticos y de todo tipo que contaminan el mar, su fauna y su flora, es infinitamente mayor, ya que su vertido no sólo no ha cesado, sino que se ha incrementado aritméticamente desde hace décadas. Y todos sabemos (incluso los negacionistas) que, en el mismo periodo de tiempo, la atmósfera que seguimos necesitando para respirar y para que conserve la temperatura de la Tierra ha sido inundada por gases contaminantes y causantes del efecto invernadero (la mayoría procedentes de la utilización de combustibles fósiles).

La lista de agresiones al medio ambiente no cesa. Pero entre los actuales intentos de frenar la situación hay un esperanzador movimiento juvenil, organizándose y oponiéndose a continuar por esa senda sistemáticamente destructora y autodestructiva. Un intento que quizá se trate de la última oportunidad de cambiar el rumbo de los acontecimientos, para que los que lleguen después de nosotros no hereden un erial prácticamente inerte, sino un planeta azul en el que todavía se pueda vivir.

Y en ese incipiente movimiento o reacción juvenil, cada vez más extendido, juega un papel como símbolo una pequeña adolescente sueca llamada Greta Thunberg, de quien (respaldada o no por su familia) nadie puede poner en duda que es una valiente y firme convencida de lo que defiende con justificada indignación y fervor.

Esa niña es, como digo, un símbolo. Y este tipo de movimientos los necesitan, del mismo modo que antes hubo otros personajes que fueron símbolos en distintas luchas por cambios sociales hacia la justicia. Personajes que (recordemos, salvando las distancias históricas, los casos de Gandhi o Martin Luther King), no sólo fueron inicialmente alabados por muchos, sino que -como también está ocurriendo con la jovencísima Greta- también fueron denostados y atacados, incluso en lo personal, de forma sorprendentemente cruel y despiadada.

Como paradigma de esa multitud de virulentos ataques, quiero destacar un vídeo que alguien me hizo llegar el otro día. En él, durante la última contienda electoral, una sinuosa candidata (ahora ya de nuevo diputada) a la Comunidad de Madrid (que, entre otras cosas, dice que para defender a España hay que apoyar la tauromaquia; yo opino exactamente lo contrario), se acerca a unos pobres caballos obligados a tirar de calesas cargadas de turistas y, mientras recita su cadenciosa campaña entre los conductores, aprovecha para meterse en tono de burla con "la niña Greta" (así la llama) que en breve asistirá a la Cumbre internacional del Clima que estos días se celebra en Madrid (quizá la última oportunidad de alcanzar un acuerdo eficaz para reducir las emisiones de CO2).

Decía Freud que esa reacción del ataque personal -o "matar al mensajero"- es una simple respuesta emocional frente a aquello que no se puede soportar. Quizá, además, en este caso pueda estar motivado por la defensa de intereses económicos opuestos (no sólo cortoplacistas, sino claramente suicidas).

Pero creo que, en cualquier caso, siempre evidencia la ausencia de argumentos fundamentados con los que oponerse a las tesis de los demás.

Ahora bien, lo que yo me pregunto -ante negacionistas como esa burlona diputada- es si tales sujetos habrán pensado (o si les importará) en qué planeta van a vivir sus hijos y qué aire respirarán dentro de unas pocas décadas.

Inexplicable. De verdad.

Aunque sólo sea por sus hijos.