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Anusca y yo

Anusca me telefoneó a una hora muy intempestiva como es la una y cinco de una noche intempestiva, como es la una y cinco de una noche tormentosa, de granizada sonora y rayos deslumbradores, para decirme que tenía que verme ya, entonces, porque necesitaba contarme algo de máxima urgencia, algo que no me contaría más que viéndome la cara, así que ya estaba en camino hacia mi casa, para que la ayudara a salir del horrible embrollo en el que la había metido Gaspar, su pareja, dejándola embarazada, a pesar de asegurarle que el preservativo era totalmente fiable.

Ella no quería tener a esa niña o niño, pero le horrorizaba matar a la criatura, que ya empezaba a moverse. Así, que en un momento de pena y de desesperación, se emborrachó y salió a la calle tambaleándose, hasta que se desplomó quedándose tirada en la acera, hasta que la levantó una pareja, chica y chico, que eran gente muy amable, generosa y buena de verdad, pues la llevaron a la casa de ella y le dieron ropa limpia y cálida y le ofrecieron comida y bebida, que rehusó, dándoles millardos de gracias.

Después, Anusca me dijo que había escrito un poema, que había enviado a un certamen que tenía esperanza de ganar, porque el poema en cuestión pertenecía a su tía Tarsi, Tarsiana, que era una poeta alabada, autora de estos versos fúnebres:

Los difuntos no siempre permanecen inmóviles en sus pudrideros. Algunos regresan una mañana de octubre, cuando no había muerto el verano ni en el aire de los jardines ni en la piel de sol y salitre de la gente, en una ciudad desconocida, en la que me encontré con un hombre muy querido, que cruzó junto a mí, llevando a la espalda un fardel de cartero.

Nos miramos con fijeza y en un instante nos dijimos cuanto nos callamos en los días en que era mi padre. No volví la cabeza para verlo desaparecer bajo los aligustres cojeando a causa de la metralla alemana en su rótula izquierda.

No volví la cabeza para verlo desaparecer bajo los aligustres. Sé que el cartero era mi padre y tengo el convencimiento de que la mujer de pelo rojo que vi bajando los peldaños de la escalinata a saltitos era la vieja Frau Marliesse.

No me gusta vivir, pero carezco de la virtud romana de suicidarme.

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