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La invasión USA

Salvo el béisbol, un deporte aburrido y con complicadísimas reglas, o el día de Acción de Gracias, un invento religioso de sus primeros colonizadores, Estados Unidos ha conseguido exportar al resto del mundo todas sus celebraciones. Desde Europa a Japón y desde América Latina a Australia, los yanquis han logrado generalizar la orgía del consumo del Black Friday, el aquelarre de Halloween en el día de difuntos, los ridículos gorritos de papá Noel y hasta esas fiestas de graduación, con birretes incluidos, que en tantas ocasiones aparecen en las películas norteamericanas.

Está claro que el cine ha sido y es el mayor instrumento de invasión cultural que Estados Unidos ha desplegado desde sus estudios de Hollywood porque el planeta ya se había convertido en una aldea global mucho antes de que irrumpiera Internet en nuestras vidas. Con la inestimable ayuda de exiliados del nazismo como Ernst Lubitsch, Fritz Lang o Billy Wilder, entre otros genios europeos, la industria cinematográfica impuso un american way of life que anuló poco a poco la diversidad cultural. La gente comenzó a admirar las casas, los automóviles, los vestidos, los peinados y hasta la forma de fumar o de beber de las grandes estrellas de Hollywood y se miró en los espejos de Ava Gardner, Cary Grant, Marlon Brando o Katherine Hepburn hasta llegar a mitos de hoy como Scarlett Johansson o Ryan Gosling. El cine USA, con todos los matices que se quieran, modeló todo a su imagen y semejanza hasta el punto de que millones de espectadores conocen mejor las calles de Nueva York que las de su propia ciudad.

Así pues, la reivindicación de las costumbres autóctonas no apela a una trasnochada nostalgia, sino que forma parte del combate por impulsar sociedades multiculturales. De otro lado, lejos de ser una estrategia inocente, la imagen USA alienta esa filosofía yanqui del éxito a toda costa, el individualismo por encima de la solidaridad, la propiedad privada frente a los patrimonios públicos. Se trata de droga ideológica dulce que va calando al compás de los usos sociales que vemos en las pantallas, hoy multiplicadas hasta el infinito por las nuevas tecnologías. Algunos se extrañan del resurgir de nacionalismos y localismos, pero habría que preguntarse si estos movimientos no responden también a mecanismos defensivos frente a la colonización.

Los inventos como el Black Friday o Halloween no persiguen el disfrute de fiestas que tienen su sentido en una rica tradición de siglos, sino el fomento de un capitalismo feroz que se extiende como una ola imparable. ¿Se han fijado en que las luces navideñas se encienden un mes antes de la fecha? ¿O que se vende lotería para el Gordo en agosto? ¿O que las nuevas generaciones ignoran el sentido cristiano de la Navidad o el enfoque laico del cambio de estaciones y el solsticio de invierno?

Llegados a este punto la defensa de las Fallas o los moros y cristianos se convierte en objetivo revolucionario. No vaya a ser que los monumentos falleros sean plantados por robots o que las fiestas alcoyanas deriven en un desfile de indios y vaqueros.

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