Ningún personaje público ha logrado el respeto social que acogió la decisión de Luis Enrique de abandonar la Selección, por la enfermedad que sería mortal de su hija. Esta actitud reverencial se basaba en la razón de la dimisión, en ningún caso en la trayectoria previa de un personaje desagradable a carta cabal. La decisión de sustituirlo por su inmaduro número dos ya presagiaba la voluntad dinástica del seleccionador ahora recuperado. Nadie contaba con la trayectoria triunfal del bisoño Robert Moreno, con un marcador de doce a cero en sus últimos dos encuentros en el banquillo.
El pacto de silencio, acatado por una vez por la prensa, no debía incluir el título en propiedad en manos de Luis Enrique. Su regreso es inconveniente además de inexplicable, y el seleccionador no defraudó al convertir su primera rueda de prensa en un esperpento. Se movió en los terrenos del psicodrama, para desacreditar al subordinado que le guardó el banquillo, sacrificado en más de un sentido. El reintegro hubiera sido más difícil si obligara a despedir a un técnico de prestigio. El retornado le reprocha "ambición", una virtud en los diccionarios deportivos, al sucesor que obteniendo unas calificaciones intachables ha embarcado a la Selección hacia la Eurocopa.
¿Hubiera asumido Luis Enrique la Selección, si Moreno no la hubiera clasificado? Y se comporta encima como si España entera le perteneciese. Siempre que se ha destituido a un entrenador por motivos ajenos a los resultados, el equipo se resiente. Ojalá este caso no suponga una excepción. La oscura maniobra de Florentino Pérez y Lopetegui requirió el concurso de dos personas, el actual seleccionador se ha bastado solo para enturbiar al equipo nacional. La Selección ha dilapidado el capital emocional acopiado por Luis y Del Bosque. Por fortuna, los valores patrióticos encarnados antaño por ese grupo están monopolizados hoy por Rafael Nadal.
