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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Visibilizar para concienciar

El DJ tenía poco criterio. De Camilo Sesto pasaba a Earth, Wind and Fire y de Raffaella Carrà a The Black Eyed Peas. La cuestión era bailar. Y todos lo hacíamos. En un lado de la pista, un hombre movía su brazo izquierdo arriba y abajo y ladeaba la cabeza. El resultado era un movimiento arrítmico, asimétrico. Algo en su cadencia llamaba la atención y si le observabas atentamente, descubrías que en su mano derecha agarraba una correa. Iba con un labrador blanco, su perro guía. En un segundo, todos sabían que tenía una necesidad especial porque tenía discapacidad visual. Y ya está. No eran necesarias explicaciones adicionales.

La madre habla de “mi Miquel” y, de manera inconsciente, se lleva las manos al pecho. Con sus gestos parece que es el corazón, y no la cabeza, quien lleva la voz cantante del discurso. En el carrito, su otro hijo succiona un chupete y mira una pantalla desde la que saltan destellos de Bugs Bunny. La madre cuenta que Miquel necesita que le ayuden para ir al baño porque le falta destreza con la cremallera, pero que dibuja como los ángeles. No soporta la textura de la ternera en su paladar y el color verde, en general, pero el de las espinacas, en particular, le enerva. No tolera el ruido y odia que le griten. A veces, llora. Mucho. Incansablemente. Al principio, nadie sabía el porqué. Le llevaron al médico y descartaron dolencias. A partir de ahí, investigaron y descubrieron que Miquel tiene una hipersensibilidad a estímulos tan heterogéneos, que es difícil establecer un patrón. No le gusta la voz de los altavoces de las grandes superficies o de los aeropuertos, ir al barbero a cortarse el pelo le dispara la ansiedad y el tacto de la lana le repugna. A veces, muchas veces, está en un mundo diferente al de la mayoría. El suyo. Solo su madre entra en ese universo. Es un rato en el que comprende cómo piensa y siente su hijo mayor. “Mi Miquel de siete años, de ojos azules y manos grandes”, dice.

Nadie cuestiona que una persona con discapacidad visual requiere de adaptaciones en el entorno. No hacerlo sería un acto de mala educación y de falta de sensibilidad. Asumimos que una persona con síndrome de Down, probablemente, necesitará que le detallen cómo coger un autobús. Sabemos que alguien que va en silla de ruedas debe vivir en un entorno sin barreras arquitectónicas. Sin embargo, las necesidades de las personas con trastorno del espectro autista son invisibles. Porque nada en su aspecto llama la atención y cualquier conducta que está fuera de lo comúnmente aceptado como “normal”, se percibe como una excentricidad, un capricho o un gesto de mala educación. Y esta sociedad, en diferentes estratos, tolera poco a quienes salen de la norma. La terapeuta de Miquel le exigió que se tranquilizara si quería continuar con la sesión y su maestra le castigó por llevarse un puñado de pañuelos de papel. La madre de Miquel, como la mayoría de madres de hijos con autismo, habla de la necesidad de visibilizar y de contar con profesionales que les comprendan y escuchen de verdad. “Estudio Educación Especial. No sé si acabaré, pero disfruto del camino. Esto también me lo ha enseñado Miquel”. Y, nuevamente, sus manos van al pecho.

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