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Antonio Papell

La emancipación de ERC

Esquerra Republicana, la formación de Josep Tarradellas -dignísimo representante en el exilio de la fuerza republicana catalana desde 1954 y hasta la instauración por Adolfo Suárez de la Generalitat provisional-, fue duramente combatida por el nacionalismo conservador de Jordi Pujol, quien formó un partido a su imagen y semejanza que combatió al franquismo durante los últimos años de la dictadura y que planeó una sutil pero dudosamente democrática hoja de ruta de ‘catalanización’ que pudo comenzar a ejercer en 1980 cuando, tras las elecciones autonómicas del 20 de marzo de aquel año, la coalición Convergència i Unió ganó contra pronóstico las elecciones con 43 escaños de los 135 de la cámara, resultando Pujol investido en segunda votación gracias a los apoyos de su formación, a los 14 escaños de Esquerra Republicana de Cataluña, entonces liderado por Heribert Barrera, y a los 18 de la UCD encabezada por Antón Cañellas.

Pujol se mantuvo en el poder hasta 2003, en tanto ERC se mantenía en la mediocridad: obtuvo sólo 5 diputados en 2004, con Heribert Barrera; 6 en 1988 con Joan Hortalá; 11 en 1992 con Àngel Colom; 13 en 1995 también con Colom; 12 en 1999 con Josep Lluís Carod Rovira… y 23 en 2003, también con Carod Rovira, quien recogió la irritación que había provocado en el Principado la política beligerantemente centralista de Aznar en su segunda y autoritaria legislatura. En 2002 hubo un clamoroso incidente protagonizado por Carod Rovira, quien cometió el error de dar entender que había exigido a ETA que dejase de atentar ‘en Cataluña’ en reuniones mantenidas con Batasuna cuando esta formación era legal. En todo caso, en 2003, ERC, en lugar de respaldar a la también formación nacionalista CiU, que había ganado las elecciones autonómicas, formó con el PSC y con ICV el “tripartito” de izquierdas. Predominó el vector progresista sobre la pulsión nacionalista.

Aquel tripartito pudo haber resuelto el malestar catalán de la época, ya visible cuando empezó a ser evidente que el “oasis catalán” que había durado todo el mandato de Pujol -23 años- empezaba a oscurecerse. Maragall no atinó en el desempeño de su papel y contribuyó a poner en marcha un proceso reformista que naufragó. La reforma estatutaria, que hubiera necesitado simultanearse con una reforma constitucional, se estrelló en el Tribunal Constitucional cuando ya la habían refrendado los catalanes, y de aquellos polvos vienen los lodos rupturistas del 1-O y aledaños.

El intento secesionista unilateral ha fracasado, no tiene visos de prosperar en el futuro y la masa crítica es notoriamente insuficiente hasta para plantear la pretensión de la ruptura (el propio Torra cifró el apoyo obtenido por el soberanismo en las últimas elecciones generales en el 42%). No hay por tanto razón para que ERC mantenga vínculos sentimentales ni mucho menos políticos con el PDeCAT, unas siglas que ocultan las de una CiU corrupta con la que se enriquecieron ilícitamente la familia Pujol y una parte de la burguesía catalanista más afín al ‘régimen’. Y sí la hay para que ERC recupere sus esencias progresistas -se ha recordado que ERC nació pocas semanas antes de la proclamación de la República en el Estado en 1931- y contribuya tanto a la estabilización del Estado cuanto al acometimiento de un conjunto de reformas que mejoren el statu quo de Cataluña dentro del sistema. Por decirlo más claro, no hay razón para que ERC enajene su respetabilidad manteniendo una fraternidad injustificable con los Puigdemont y los Torra, que exhiben un nacionalismo identitario a la vieja usanza romántica, emparentado con otros nacionalismos reaccionarios y racistas de amargo recuerdo que lanzaron al abismo a la humanidad el siglo pasado.

Si esta emancipación se produce, el gobierno español de centro-izquierda y un hipotético tripartito catalán -PSC-ERC-Comunes- podrían planear una evolución del marco institucional y una racionalización del estado de las autonomías, que inexorablemente ha de avanzar hacia una federalización de sus estructuras. Un Senado elegido por los entes territoriales y con potestad legislativa en normas transversales al estilo de Bundesrat alemán sería una herramienta magnífica para plantear y resolver la mayoría de los desentendimientos que hoy nos mantienen inmovilizados.

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