Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

In memoriam

Comíamos en la Casa de Escritores madrileña, cuando sonó el teléfono. Quien acudiera a la llamada, entró desencajado y dijo en voz alta que aquella madrugada habían asesinado a seis de los compañeros de la UCA (Universidad Centroamericana de el Salvador). Serían las dos y media del 16 de noviembre de 1989. Hace ahora mismo treinta años. Nos fuimos a la Capilla y rezamos por ellos, y recuerdo que alguien susurró que también debíamos de rezar por los asesinos y por El Salvador. Todos nos dispersamos a nuestras habitaciones en silencio. Y sin todavía decírmelo, pensé que algo debía hacer tras la noticia. Como tantas veces me había dicho?

Pero al cabo de los días, el tres de mayo de 1990, tomaba tierra en el pequeño país centroamericano para intentar organizar una carrera de Comunicación y Periodismo, que Ignacio Ellacuría me había encargado por mediación de Perico Lamet, compañero de comunidad. Fueron quince días urgentes, trabajosos, pero, como siempre sucedería, llenos de satisfacciones por la oportunidad de trabajar en la misma tarea que los compañeros muertos habían desarrollado. Me sentí como quien era subido a una barca que atravesaría un mar incógnito: un mar de reconstrucción de un país todavía en guerra civil, situación que había motivado el asesinato de Ignacio Ellacuría, cinco jesuitas más y dos colaboradoras laicas. En mi habitación, temblaba: no sabía si estaría a la altura de los muertos? y no menos de los vivos, que se esforzaban por remontar la vida corriente en un centro educativo prestigioso pero mermado.

Sentí la comunión eclesial y sacerdotal: todos y todas remábamos el mismo barco que, desde El Salvador, pretendía expandirse a nivel mundial: el barco de la justicia que brota de la fe. Lo que nunca supuse es que tal aventura me haría comprender del todo lo dicho por Arrupe años atrás, que lo peor es el miedo que paraliza, tantas veces por una pretendida prudencia. Sin riesgo, me dije, no hay nada de nada. Otra cosa es que lo haya hecho carne en mi propia vida. Pero lo aprendí.

Un detalle mallorquín. El 1 de diciembre de 1989, me invitaron a predicar en la Parroquia de la Encarnación, como descubro también en la agenda de aquel año. Según me comentaban al acabar, fue más un mitin que una homilía, pero me comprendieron. Escribí en muchos lugares sobre mi experiencia salvadoreña, y también en Diario de Mallorca, como algunos/as recordarán. Y un libro bastante avanzado lo dejé de lado, porque no me satisfacía el modo en que narraba lo sucedido: para evitar tentaciones de completarlo, destruí los folios escritos. Una sabia decisión. Puede que también me invadiera un ataque de vergüenza. Seguro que lo entienden y comprenden. La sangre deja una huella tremenda.

Tres años estuve viajando a El Salvador para impartir Teoría de la Comunicación y Redacción Periodística. Al final, el cansancio me dominó. Además del cariño y de la gratitud por todo lo aprendido, ahí queda un edificio imponente donde se enseña Comunicación y Periodismo, resultado de una acción llevada a cabo por un grupo de unos veinte españoles y españolas durante dos años. En algún lugar de la Universidad, seguramente hay una fotografía de cuantos dimos un poquito de nuestras vidas por los compañeros y amigos asesinados por la justicia que brota de la fe. Allí, día tras día, celebraba la Eucaristía ante las tumbas de los muertos, a quienes considero mártires. Sin excusa alguna.

Ahora, a los treinta años de aquella decisión, he querido dejar testimonio de lo mejor que me ha pasado en mi vida: darme cuenta de que trabajar por la justicia que brota de la fe? produce riesgos. En ocasiones, riesgos que matan.

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