na subida mínima en el precio de los combustibles disparó la revuelta de los chalecos amarillos franceses. En Chile, las protestas por el encarecimiento del billete de Metro han provocado que el gobierno se tambaleara. En Líbano, la chispa revolucionaria ardió por la propuesta de crear un impuesto en las llamadas por WhatsApp. En Palma, el Ayuntamiento ha disparado en menos de una semana el recibo de basuras de Emaya y los billetes de autobús, en porcentajes elefantiásicos del 20 y 33 por ciento, sin propiciar ni un respingo de la ciudadanía.
Las subidas ahora encadenadas eran inevitables desde el mismo instante en que los concejales de Cort se aumentaron los sueldos y los cargos a dedo, nada más tomar posesión. Aquella primera intentona izquierdista de soliviantar a la población no tuvo éxito, porque los palmesanos estaban preparando sus vacaciones, tan lejos de la saturada ciudad veraniega como fuera posible. La escasa combatividad de los residentes ha obligado a Cort a elevar el desafío, ahora cobrándoles al contado para ver si de una vez estallaba la ira almacenada por sus súbditos. Después de una revisión superficial de las calles, nada apunta a una erupción violenta de las masas.
El Ayuntamiento ha de sentirse muy seguro de su inutilidad, para aguijonear a los palmesanos con subidas que en París han puesto en peligro la torre Eiffel. Podemos se creó para combatir las exacciones desmesuradas, pero los tigres se han vuelto mininos arrebujados dentro de Cort en vez de asaltarlo desde fuera. Otra hipótesis no desdeñable es que la gentrificación haya culminado con la expulsión de los últimos palmesanos. En tal caso, el consistorio se limitaría a colocar las tasas y tarifas a la altura de los suecoalemanes emigrados a la mejor ciudad del mundo para vivir, una vez erradicados los nativos que insistían en habitarla pese a que no podían permitírsela.
