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Matías Vallés

Coalición de alto riesgo

Rafael Nadal se indigna cuando le insinúan que su boda puede haber afectado a su rendimiento. Que pregunten a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias si su comportamiento no se ha modificado sustancialmente, desde su matrimonio a la fuerza del pasado martes con cuatro años de vigencia. Han perdido la libertad individual que les estaba conduciendo a la ruina electoral. Al formalizar su relación a punta de escopeta, empuñada por sus votantes respectivos, han cruzado el Rubicón. La pequeña coalición traspasa el mero acuerdo de voluntades, según demuestran los ataques previsibles de los adversarios.

En una situación que guarda simetría con la vivida por Mariano Rajoy en 2016, el PP nunca se hubiera prestado a avalar la presidencia de Sánchez mediante una gran coalición. De hecho, los dirigentes populares avanzaron el mismo lunes que no había negociación posible con el actual inquilino de La Moncloa, y que la abstención de las fuerzas de Pablo Casado en la investidura quedaba descartada. El golpe de mano de PSOE y Podemos ha noqueado momentáneamente a la derecha, porque se ha quedado con las ganas de humillar al candidato socialista en una maniobra de desgaste.

Sin embargo, el comando Sánchez/Iglesias no puede detenerse a celebrar el triunfo, está obligado a cabalgar sin pausa. Su unión temporal no surge de una convicción, ni mucho menos de un deseo. Viene alimentada por la emoción que mejor entiende un ser humano, el miedo. El presidente del Gobierno no puede perder ni una investidura más, ya ha superado el número de decepciones de Richard Nixon antes de instalarse en la Casa Blanca. El Manual de resistencia presidencial ha alcanzado su límite de elasticidad, pero su nuevo socio afronta un panorama igualmente traumático. Podemos siente el aliento de la reducción a dimensiones irrisorias de Ciudadanos, que UPyD debería acoger misericordioso en su seno.

La extinción de Podemos por falta de votantes le preocupa menos a Iglesias que el síndrome de Moisés, que le prohibiría divisar la Tierra Prometida tras haber guiado hasta allí a su populismo. No tiene por qué haber diferencias psicológicas entre pagar la entrada del chalé y el ingreso en el Gobierno. Predomina el deseo de ser aceptado, de triunfar, en una interpretación clasista menos hiriente que la sarta de insultos que desaconsejan la inclusión de Iglesias en el gabinete por su aspecto físico. Repasando los ministros y vicepresidentes de las últimas décadas, cuesta demostrar que el profesor de Ciencias Políticas no cumple con los requisitos indispensables para desenvolverse en el cargo. De hecho, en el origen de las desavenencias con el líder del PSOE figura el complejo de inferioridad de Sánchez, ante un rival que se desempeña con notable soltura en el debate público.

El fulgurante pacto del martes no debería desembocar en un remake de El honor de los Prizzi, pero abundarán las zancadillas entre los socios forzosos. La primera trampa de la coalición de alto riesgo es nombrar vicepresidente a Iglesias, para disparar a continuación de uno a tres el número de vicepresidencias en una saturación sin precedentes. Por no hablar del único número dos real de Sánchez, el ministro para todo José Luis Ábalos. Se llega así a una anulación por dilución, un aparcamiento frecuente en entornos políticos y empresariales. El PSOE y el PP están acostumbrados a gobernar sin trabas, de ahí la tentación de maniatar a un invitado difícil de ubicar.

La indignación del establishment no se centra en la coalición abstracta, puesto que Podemos viene apoyando al Gobierno socialista desde la misma moción de censura, sino a la entrada personalizada de Iglesias y sus huestes en el gabinete. De cumplirse el calendario, en diciembre entrarán en circulación los primeros ministros no nombrados directamente por PP (UCD) y PSOE, o por el anterior Rey en el caso de Eduardo Serra y otros.

La zozobra institucional es comprensible pero probablemente exagerada. El pánico a que Podemos estrangulara al Congreso al rodearlo desde fuera, no debe traducirse en un terror simétrico cuando este partido se somete dócilmente a los dictados protocolarios en el más augusto de los cónclaves, el Gobierno de España. Se olvida que Iglesias también afronta el riesgo de un mandato estéril, de desembocar en la orfandad de un Varufakis. Este fracaso se le podría disculpar si deja en herencia de su paso por el ejecutivo unas memorias a la altura de Comportarse como adultos.

Pese a la diferencia de escala entre el Gobierno y los ejecutivos autonómicos, las coaliciones de alto riesgo se han sucedido en Galicia, Andalucía, Cataluña, Valencia o Balears sin traumas excesivos. Y sobre todo, con la posibilidad de desbancarlas en cuanto el electorado las consideraba caducadas. Porque la mención a las urnas recuerda que hasta Torra es preferible a unos terceros comicios.

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