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Antonio Papell

No se atisba el fin del bloqueo

La gobernabilidad del país continúa envuelta en una gran incógnita. La opinión pública no toleraría sin quebrarse unas terceras elecciones

Era una pretensión vana la de que en poco más de seis meses la ciudadanía iba a dar un vuelco a sus posiciones en cualquiera de los sentidos imaginables, de forma que lo que fue el 28 de abril un irresoluble rompecabezas pasase a ser una combinación de fuerzas de la que podría extraerse fácilmente una mayoría.

La realidad surgida de las urnas ha sido la que ya conocíamos, porque nos la acababa de explicar la opinión pública nada menos que en una elecciones generales, sin que hubiesen acaecido acontecimientos extraordinarios que justificasen un vuelco significativo. Dicho sintéticamente -tiempo habrá de matizar el análisis del resultado-, los electores han decidido que hay dos formaciones predominantes, el PSOE y el PP, todavía muy desgastados con relación al periodo anterior a la gran crisis en que se disputaban la hegemonía prácticamente sin oposición, y otras tres organizaciones menores que recogen los restos del naufragio de los grandes. Unidas Podemos, pese a un retroceso significativo, ha conseguido mantener viva la llama de esta formación que aglutina a la vieja izquierda comunista y al populismo progresista; Vox ha tenido la habilidad de aumentar su presencia con adversarios del nacionalismo catalán que han desertado de la insolvencia de Ciudadanos, y la organización naranja, víctima de un líder desorientado que no ha sido capaz de ejercer el arbitraje fuerte que le ofrecía su posición, se ha hundido estrepitosamente en una irrelevancia prácticamente irreversible.

Lo cierto es que estamos prácticamente donde estábamos. Los tres partidos de la derecha no alcanzan la mayoría que pudiera llevar al líder del mayor de ellos, Pablo Casado, a la presidencia del Gobierno, y las dos formaciones mayores de la izquierda, PSOE y UP necesitarían apoyos externos de sectores nacionalistas para investir a Pedro Sánchez€ en el supuesto de que hubiera modo de que estos dos partidos fueran capaces de acordar un pacto de gobernabilidad. Porque estos seis meses transcurridos, que en teoría debieron haber auspiciado la reflexión de los partidos sobre su obligación de prestar servicio a la nación, han servido para lo contrario: la campaña ha enconado (en la izquierda) las desconfianzas recíprocas, mientras la derecha, que se ha cruzado insultos a mansalva, sí ha sido capaz de firmar acuerdo enunciado por Vox, para ilegalizar partidos separatistas. Una indecencia inconstitucional -en ninguna democracia es delito el separatismo- que demuestra lo que ya se sospechaba: que en este trío de conservadores será la extrema derecha neofascista la que marque la pauta. Así ha ocurrido en Francia, donde el Frente Nacional (ahora Ressemblement National) ha deglutido a las formaciones de centroderecha, contaminando todo el hemisferio.

El bloqueo continúa por tanto, y ya se enunciaron durante el impasse previo a este 10N las dos únicas vías razonables para ponerle coto: una primera, seria el pacto PSOE-UP, con apoyo de PNV y ERC, altamente improbable porque no parece posible que Sánchez acepte la presencia de Pablo Iglesias en el Gobierno (el veto impuesto por aquel ha caducado) y los debates preelectorales han refrescado y acentuado las discrepancias entre ambos con relación a Cataluña.

La segunda vía de desbloqueo sería el acuerdo entre Casado y Sánchez para facilitar el gobierno al más votado, con el aditamento de un pacto de Estado sobre cuestiones generales y no ideológicas que justificaran semejante aproximación.

En la práctica, esta fórmula, que podría incluir la reforma definitiva del artículo 99 de la Constitución para suavizar la formula de investidura y adoptar el modelo vasco, es la única que mantiene cierta viabilidad, aunque Casado la ha descartado públicamente en campaña. Pero si el líder del PP se quiere imponer a Vox y desembarazarse de su corsé, no tendrá más remedio que optar por la madurez constitucional.

En definitiva, la gobernabilidad de este país continúa envuelta en una gran incógnita. La opinión pública no toleraría sin quebrarse unas terceras elecciones (que podrían no desbloquear tampoco la situación). Y quizá no estuviera de más una intervención regia para recordar a los actores políticos que podrían estar deteriorando gravemente el sistema. La jefatura del Estado, en su papel de arbitraje y moderación, no podría permanecer insensible a esta dramática expectativa.

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