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Exclusión

Hace tiempo me impuse no valorar noticias tremendas que a mi entender dibujan interesadamente un futuro amorfo, sin color ni esencia.

En breve cumpliré medio centenario y, a pesar o por ello, me considero persona ecléctica o al menos hasta hace escasas fechas.

Estudié Derecho. Me interesa la Filosofía, la Sociología, el Arte, la Historia, la Tecnología y todas manifestaciones empíricas de las capacidades positivas del ser humano. La sociedad y las distintas civilizaciones atraen mi atención curiosa sin mayor pretensión que la comprensión y el entendimiento.

Es posible que los años hayan reducido mi discernimiento y quizás por ello, hoy, me resulta difícil toparme con la verdad y la justicia, no percibo la equidad y no presiento el equilibrio. Sólo veo distancia, enfrentamiento y conflicto.

Los debates públicos me resultan, mayoritariamente, mezquinos y ajenos. No me interesan: la competencia entre sexos, la economía de Davos, el revisionismo histórico ni la humanidad marciana. Todo se me antoja selectivamente destinado a un mundo inhumano: la depredación del medio ambiente, la fragmentación social y el sectarismo radical. Detecto numerosas falacias que sólo se fundamentan en el rencor, la venganza y la división.

La sociedad y el civismo languidecen bajo el yugo de minorías autoritarias, populistas improductivos, sexistas disconformes y nacionalistas sin historia. Es el tiempo de la exclusión.

Ya no somos ciudadanos. No tenemos otra ambición que nosotros mismos. Nos definimos y reconocemos por la orientación sexual, por el radicalismo político o por el grado de parcialidad y sectarismo. El resto es sólo eso: la humanidad que no comparte ni es parte de nosotros mismos. No hay resquicio para el respeto, la convivencia y la proporción. Cuanto más somos más solos estamos.

Quizás por ello me conmueve especialmente, por su proximidad, sentir la tristeza y el dolor emergentes de mis familiares y amigos catalanes divididos y enfrentados entre sí por un proceso falsario que obvia, en beneficio de un interés aparentemente parcial y excluyente, que el Derecho es básicamente un compendio de ideas y conceptos consolidados por el consenso social y el paso del tiempo. Pretender derrocar el orden social mediante la aceleración artificiosa de dogmas todavía no asentados es renunciar a los valores esenciales de la democracia, la convivencia y el mutuo respeto.

Todas las ideas, incluso las más irreverentes, son susceptibles de llegar a formar parte del Derecho común pero todas ellas deben ganarse legítimamente ese preciado reconocimiento. No seré yo quien juzgue los valores y los pensamientos íntimos de otros ciudadanos pero sí quien pretenda recordarles que las ideas pueden llegar a ofender o molestar, pero que son las actos materiales los que definitivamente causan daño y a veces, por desgracia, de forma irreparable.

En este contexto de tumulto continuo, de interinidad permanente e incertidumbre constante intento adivinar si en la ya instaurada economía digital y robotizada habrá o no cabida para los radicalismos y las minorías excluyentes. Intuyo que no existirán salarios de hombres o mujeres sino de humanos y robots, preveo que no habrá distingos de razas, lenguas ni banderas sino de máquinas multifunción y sistemas operativos. Quizá, tampoco quedará espacio para el tan denostado y maltrecho Derecho.

En la Era del ego y la exclusión me pregunto si seremos capaces de reconocer colectivamente y a tiempo cuál es realmente nuestro gran reto, me pregunto si sabremos reconocernos como iguales, si podremos valorar y defender nuestro Derecho común aparcando nuestras rivalidades nimias, me pregunto si las familias dejarán de fragmentarse por la fonética de la lenga o los colores de su bandera, me pregunto si la exclusión es parte de nuestra genética o solamente un mero reflejo de una sociedad extremadamente conductista. Debemos ser fieles a nosotros mismos pero también leales con nuestro entorno.

En España hay, según datos oficiales, casi 3.300.000 de personas “excluidas” por no tener acceso a un trabajo digno. ¿ Podemos seguir excluyéndonos, unos a otros, por mínimas diferencias personales ?

Es posible que la respuesta nos la diera, hace más de dos mil años, un antiguo romano: “ concordia res parvae crescunt” (las cosas pequeñas florecen en la concordia). Su autor, Salustio, nació plebeyo y llegó a convertirse en una ilustre autoridad de Roma. Su legado permanece plenamente vigente a día de hoy. A lo mejor, es que simplemente tenía razón.

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