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Juan Gaitán

Palabras malditas

Entre las criaturas con alma que pueblan el mundo, las palabras son las más sutiles. En un hermoso cuento de Borges un emperador, dueño de un infinito palacio, que en realidad es el universo, visita sus dominios acompañado de un poeta. Este, en un solo verso, en una sola palabra, consigue meter “entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que habitaron en él desde el interminable pasado. El emperador exclamó: ¡Me has arrebatado el palacio! Y la espada de hierro del verdugo segó la vida del poeta”. Los descendientes de aquel poeta buscamos todavía, aun a riesgo de nuestras cabezas, la palabra del universo, sabedores de que en las letras de rosa está la rosa y de que todo el Nilo cabe en la palabra Nilo.

Pero también sabemos que no todas tienen un alma pura. Hay palabras malditas que acarrean un inmenso mal fario. Alfonso Canales, un poeta grande que quizás debería ser objeto de mayor estudio y de mayor aprecio, me contó una vez que una de esas palabras es Aminadab, con la que San Juan de la Cruz, en la lira 40 de su Cántico Espiritual, parece referirse al diablo: “Que nadie lo mirava,/ Aminadab tampoco parescía (...)”. Sostenía Canales que esa palabra casi siempre aparecía mal escrita, como si el demonio quisiera impedir que su nombre fuese leído. Así, en no pocas ediciones del Cántico se puede encontrar “Animada tampoco parescía” o “A mí nada tampoco parescía”… Y si añadimos que el gran filólogo Domingo Yndurain pensaba que el nombre “Aminadab” era en realidad el producto de un error de la “Vulgata” (traducción de la Biblia hebrea y griega al latín, realizada a finales del siglo IV), tenemos una muy interesante y ya casi indescifrable historia de palabras malditas.

Erratas, al fin y al cabo. Todos las cometemos. Se pueden equiparar a los lapsus, que según el diccionario son “faltas o equivocaciones cometidas por descuido”. Hay tres clases. “Lapsus calami”, (literalmente “resbalón del cálamo”, es decir, de la pluma de escribir), que sería la más cercana a la errata; el “lapsus mentis” (“resbalón de la mente”), que son esos olvidos o equivocaciones que tenemos cuando intentamos recordar algo, y los “lapsus linguae” (“resbalón de la lengua”), que es cuando en un debate político, hablando de una horrenda violación, en vez de decir “manada” dices “mamada” y toda España se cachondea de ti.

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