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Juan Gaitán

De santos y difuntos

Escribo en vísperas de fiesta, en la mañana de esa noche que se ha convertido en un carnaval infantil de chucherías y disfraces (y no estoy hablando del comienzo de la campaña electoral, aunque lo pueda parecer). Entiendo y asumo, por derrota, que la globalización cultural es esto, que de pronto los niños llamen a la puerta exigiendo golosinas, como si de pronto estuviésemos en Oklahoma. A mí me gusta aterrorizarlos con este trato: quien sea capaz de recitar el comienzo del Tenorio se llevará todos los caramelos. De alguna manera que no llego a entender, tengo los mismos caramelos desde hace años y una pésima fama entre los críos del barrio.

Sea como fuere, es vísperas de Todos los Santos, que a su vez es vísperas de Todos los Fieles Difuntos, según nuestra vieja tradición. Supongo que por pura jerarquía van los santos primero y los muertos de tropa después. Pero al cabo viene a ser lo mismo. Detrás de todo se esconde un evidente hecho antropológico, nuestra necesidad de acordarnos de que la muerte nos acecha. "Y morirme de repente/ el día menos pensado/ ese en el que pienso siempre", decía mi maestro Manuel Alcántara, y por eso vamos a los cementerios, para recordar a los que se fueron y para recordarnos a nosotros mismos que alguna vez nos iremos, y que, aunque Juan Ramón Jiménez nos enseñara que todo seguirá adelante ("Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando"), no es un viaje apetecible.

Nunca me asustó demasiado la muerte, me da mucho más miedo la tumba. Si estoy en condiciones de elegir, prefiero evitar un domicilio tan duradero y tan sedentario. Es más grata para mí la idea de la incineración. Y luego, por favor, si vais a esparcir mis cenizas entre las olas, como hice yo una mañana de enero con las de mi padre, sumergidme antes. Tengo un viejo pacto con el agua, pero no con el viento.

Y si vais a depositarme bajo un árbol, buscad una acacia, que es el primero que hizo raíces en mi memoria. Si no la encontráis me valdrá un algarrobo, incluso un tilo. Pero no me dejéis bajo una higuera, que dormir bajo ellas trae mucho bajío y presiento que la siesta va a ser larga.

Y si, finalmente, decidís que me quede en mi casa, que es donde siempre he estado mejor, ponedme entre los libros. Sería todo un detalle por vuestra parte que me hicieseis un hueco entre Quevedo y Onetti, dos vecinos con buena conversación.

Pero, recordad, todo esto no me importa demasiado. Yo, lo he dicho alguna vez, quiero irme sin epitafios ni despedidas. Quiero ir apartándome despacio, ausentarme poco a poco y que, cuando me vaya, ninguno me eche en falta porque ya nadie me recuerde. Ser humo mucho antes de ser ceniza. Como llegué, así quiero irme. Sin memoria.

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