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Memoria de mamut

Si de alguien que tiene mucha memoria se dice que la tiene de elefante, de alguien que además de su propia memoria tiene también la memoria de todos los tiempos, incluida la Antigüedad, puede decirse que tiene una memoria de mamut. Y si ese alguien es el último de su especie y acaba de morir, más que más aún. Hablo, por supuesto, de Harold Bloom, el mamut que defendió la literatura en la universidad -y que fue universidad en sí mismo- frente a las urracas y hervíboros esnobs que la colonizan.

Harold Bloom era judío y los judíos son memoria -desde que los educan en la sinagoga hasta el día de su muerte-. Harold Bloom era literatura y la literatura es la verdadera memoria del mundo: si contemplamos, por ejemplo, el siglo XX europeo, nos encontramos que gran parte de su memoria es judía. Pienso en Proust y el adiós al XIX, en Joseph Roth y el hundimiento del imperio austrohúngaro, o en Zweig y la hecatombe de los años 30. Podría añadir muchos más, pero sólo estos tres ya dan una idea bastante precisa del mapa y su extensión.

En su último libro - Poseído por la memoria: la luz interior de la crítica, inédito en España- Bloom narra, me contó un amigo, una de las caídas de la vejez extrema, y cómo mientras espera que llegue su mujer y llame a alguien para recogerlo del suelo de su casa, recapitula sobre la literatura y el hombre desde la Biblia hasta la poesía del siglo XX. Pasa un par de horas allí tirado y en esas horas desfilan por su mente, entre muchos otros, El Cantar de los Cantares, los profetas, Shakespeare, Milton, Walt Whitman, John Ashbery y todos sus colegas, ya muertos, con los que habló sin cesar de libros y de su relación con la vida. Son -como en anteriores obras suyas- las voces que le acompañan y lo atraviesan y estructuran en ese dilatado preludio de la muerte y que la extraordinaria inteligencia de Bloom aún puede ordenar en una sucesión de tempos que nos habla de las distintas caras de la civilización y de todo aquello que nos ha hecho como somos. El amigo que me lo contó, añadió: "¿Quién, que aquí se caiga y no sepa levantarse, puede hacer lo mismo?".

En otros tiempos Borges y ahora todavía Steiner, contesté. Y aquí, a distinta y menor escala, sólo otro lector feliz, pensé. Un lector que haya conocido la felicidad a través de la lectura y al que la lectura le ha dado muchas de las claves para disfrutar y comprender la vida que le ha tocado en suerte. Bloom se dedicó a enseñar esto durante décadas: partidario del goce de leer frente al moderno placer del texto ensimismado, que ha acabado siendo de todo menos placer. La reivindicación enriquecedora de la persona -y de los personajes literarios- frente a la reivindicación del objeto escrito, como si éste fuera autónomo cuando sólo es solipsista.

Esto lo enfrentó a los actuales enseñantes universitarios y sus doctrinas a la moda, con un talento desmesurado, incisivo desparpajo y sabiduría olímpica que lo situaba a años luz de su entorno. "La escuela del resentimiento" fue el término donde los englobó a todos, atacando el empobrecimiento que resulta de leer hacia atrás con anteojeras, sean éstas las que sean: estructuralistas, deconstructoras, multiculturalistas, o de género. Leer para construirse, no para destruir y destruirnos: suficiente malo hay ya en lo que somos. Éste era Bloom -sus alumnos lo adoraban- y en lo suyo fue imbatible. Quizá por eso el eco de su muerte ha sido, pienso, menor del que se merecía. Quizá por eso sus últimos libros ni siquiera se han traducido en nuestro país: por temor a que no se vendieran en las universidades, su público natural, donde ahora -me decía mi amigo- se hacen tesis sobre la muñeca Nancy o los tatuajes contemporáneos.

Shakespeare. La invención de lo humano -sólo por su lúcido enunciado ya merecería pasar a la historia- y La ansiedad de la influencia: una teoría de la poesía son sus mejores títulos, aunque El canon occidental y Cómo leer y por qué sean los más populares. Sus lagunas al margen de la cultura anglosajona son su único defecto pero éste no empaña en absoluto el resto, marcado por una doble tradición: el diálogo cervantino por un lado, el soliloquio shakespeariano por el otro. La charla que enriquece y es enseñanza - Cervantes- y el pensamiento solitario que eleva y profundiza hasta lo desconocido -Shakespeare-.

Uno coge sus páginas -claras y lúcidas- sobre La recherche? de Proust -los celos como fundamento de todo el ciclo proustiano, sostiene Bloom-, o sobre La montaña mágica de Mann y regresa de ellas absolutamente iluminado y con deseos de volver a recalar en esos libros. Y de hacerlo con la diferente pasión que dan los años y una maestría tan distinta y distinguida como la de Harold Bloom. Una maestría que es revelación a pie de obra. No hay, que se me ocurra ahora, mejor invitación contemporánea a la lectura. Y acaba de irse: uno menos en la defensa de lo que verdaderamente importa frente a la insustancialidad de las modas. Nos hemos quedado sin la memoria del mamut, donde cabían todos los tiempos. Fue lo más importante que ocurrió el lunes pasado: esa definitiva ausencia.

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