Diario de Mallorca

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Una de las ventajas de vivir en una ciudad grande es la abundancia que suele darse de funciones teatrales. En un mundo cada vez más en manos de las series de las plataformas de internet, el teatro continúa siendo un asidero para lo mejor que existe en las artes escénicas. Nada es comparable a ese tour de force que se plantea entre autor, director, intérpretes y espectador. Así que poder disfrutar de una variedad de obras es todo un golpe de suerte.

Hablando de teatro -de literatura, en realidad-, Shakespeare es a mi juicio la cumbre del talento creativo y el no va más de la calidad literaria. Mi mujer y yo no nos perdemos las obras del gran bardo cada vez que las representan; la última por ahora ha sido el drama La vida y la muerte del rey Ricardo III, una de las reflexiones más profundas que se han escrito nunca acerca del egoísmo y la maldad que anidan en el alma humana. Se encuentra todavía en cartel en el Teatro Kamikaze de Madrid aunque me veo obligado a decir que, al ir a ver la obra, me llevé una decepción inmensa.

Tanto la historia que cuenta Shakespeare acerca del conflicto entre las dos casas reales de Lancaster y York -rosa roja, rosa blanca- como las frases que pone en boca de sus personajes son espléndidas. El montaje del director de escena, Miguel del Arco, traslada la acción a nuestros tiempos pero eso ni es un problema ni tampoco resulta, por cierto, ninguna novedad. La película de 1995 de Richard Loncraine situaba la acción dentro la Inglaterra de los años 30 del siglo pasado y en un ambiente cercano a la ideología nazi. Pero en la versión del Kamikaze esa distorsión temporal se ve acompañada de una multitud de recursos chabacanos, con alusiones continuas a la España actual, de las que lo mejor que se puede decir es que buscan el aplauso fácil del espectador.

Así, el hermano de Ricardo, el rey Eduardo IV, aparece tras su muerte envuelto en un saco de cadáveres que, al ser abierto, enseña algo parecido a la momia de Franco bien reconocible por sus facciones, las gafas oscuras y la gorra de militar. La universidad en la que Ricardo está haciendo su tesis doctoral -toda una licencia en sí misma- se llama "Rey Eduardo". Y cuando el duque de Gloucester, es decir, el propio Ricardo III, larga su soliloquio final lo inicia llamando a la patria "Una, grande y libre", frase proverbial del régimen franquista como se sabe. Del lenguaje cheli que se pone de vez en cuando en boca de los personajes no diré más que lo que se agradece cuando los actores vuelven al texto original.

En una entrevista concedida al periódico Teatros el director Miguel del Arco asegura haber reescrito libremente varias escenas "para dar más entidad a algunos personajes que quedaban, a nuestro parecer, algo desdibujados". Entre todos los disparates literarios imaginables, reescribir las escenas de Shakespeare supone uno de los de más talla.

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