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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

¿Qué me pasa, doctor?

Agendas de ministro, diagnósticos excesivos, competitividad y presión. Hablar varios idiomas, tocar dos instrumentos y ser los más ágiles en Matemáticas. Algunos niños no lo tienen nada fácil

Admiro a la gente normal. A esos que no se esfuerzan por descollar en nada y, sin embargo, lo hacen en casi todo de manera natural. Suelen ser coherentes y consecuentes. Hacen pocos, o ningún, juicio de valor. Tienen un sentido del humor tan amplio y sano que son capaces de reírse de sí mismos. No se dan demasiada importancia y no se creen el centro del mundo. Saben escuchar y comprender, aplican la lógica, son francos y poco susceptibles. Suelen ser personas que miran a los ojos y van de frente. Son humildes, ni se comparan con otros, ni saben lo que es la envidia. Son un bálsamo para quienes les conocen. Son tan y tan normales que, en realidad, son extraordinarios. Lo suyo no va de títulos académicos o de capacidad económica. Lo que les hace especiales es su esencia. Su manera de ver la vida. Mi abuela, por ejemplo, era así.

Ella decía que debíamos llevar a los niños a la playa a primera hora. Porque el agua estaba limpia y el sol no quemaba. Cuando eran bebés y dormían poco poquísimo, me aconsejaba adaptarme a ellos. Dormir cuando ellos descansaban, achucharles si se quejaban y ni caso a los métodos. Jamás hizo un drama cuando renegaban del puré de lentejas y no podía soportar que lloraran por cuestiones evitables. Yo, que había leído varios manuales pedagógicos, era reprendida por ella cuando me dedicaba a ejercer de súper-madre-educadora-perfectamente-capaz-de-torear-cualquier-conducta-fuera-de-la-norma. Lo único que le preocupaba era que sus bisnietos estuvieran saludables, contentos, tuvieran un entorno armónico y que, en la medida de lo posible, cumpliesen con unas mínimas normas de urbanidad, como no hablar con la boca llena. Hacía oídos sordos a mis obsesiones sobre ritmos de aprendizaje, estabilidad emocional o si debía permitirles algún capricho. "Tus hijos son muy buenos y tan normales que solo merecen que los disfrutes", me decía. La echo de menos cada día.

Tomarse un café con leche al sol debería nombrarse patrimonio de la humanidad. Si al mismo tiempo, puedes escuchar la conversación de un grupo de progenitores que acaba de dejar a sus hijos en el colegio, la experiencia pasa a convertirse en patrimonio de la mundanidad. No hay agenda que soporte la vida social y académica de unos chavales que no superan los diez años y que ya son grandes futbolistas, chapurrean tres idiomas, tocan un instrumento, pasan estancias en el extranjero y están al día de la metodología más innovadora en agilidad matemática. Alguien ha roto con el terapeuta de su hijo "porque no le quiere dar medicación para la hiperactividad", otro reniega de la excesiva implicación exigida a los padres de niños con altas capacidades y una mujer fuma y se desespera al hablar sobre el trastorno explosivo intermitente de su hijo. Ahí hay una batalla y solo el diagnóstico más enrevesado y la agenda más completa ganarán la guerra.

¿Qué opinaría mi abuela sobre la hiperactividad, el exceso de diagnóstico y la competitividad a la que sometemos a los niños? Imagino que ella, que era extraordinariamente normal, aconsejaría lo evidente: que pasemos todo el tiempo que podamos con ellos, que eso jamás volverá, que defendamos la sencillez y que, si no lo vemos claro, nos revisemos la sesera para no crear problemas imaginarios, porque con los reales ya vamos sobrados.

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