Hoy trece globos surcarán el cielo en recuerdo de las trece víctimas de la mortal riada que azotó el Llevant de Mallorca hace un año. Trece esferas de trece vidas truncadas por el infortunio de estar en el lugar y el momento equivocado. Trece historias que precipitaron su punto final, pero que el pueblo se resiste a dejarlas marchar. Desde hoy, cada día que los vecinos pasen por la conocida como plaça del Quesito de Sant Llorenç, enclave que precisamente amplió sus dimensiones al derribarse una casa dañada por la furia del agua, podrán contemplar, incluso acariciar, los trece pilones que mantienen en pie sus identidades. Joana Lliteres (40), farmacéutica de Manacor, auténtica madre coraje que murió tras salvar a su hija. Con ella, se fue también su hijo, el pequeño Arthur Robinson, de cinco años. Rafael Gili (71), que fue alcalde de Artà, y ese fatídico día estaba en su casa de la carretera de Canyamel. Biel Mesquida (56), que se vió arrastrado por la corriente cuando iba en la furgoneta de regreso a casa. Lo mismo que le ocurrió a Juan Grande (62) cuando conducía su taxi, con dos turistas a bordo camino de Cala Bona: Anthony Green (77) y su esposa Delia Green (75). Y al matrimonio de Mike (61) y Petra Kircher (63), residentes en Capdepera, cuyo coche se llevó la furia del agua. Los turistas Andreas Körlin (57), que partía hacia el aeropuerto en moto, y Tine Noig Orotella (80), cuyo cuerpo apareció cerca de Artà. Joana Ballester (89), a quien su hijo encontró sin vida tendida en la cama. Bernat Estlerich (83), a quien la tromba le sorprendió solo en casa.

Un inmenso panel de barro cuarteado rematará el memorial de una tragedia que también inundó las calles de solidaridad. Gentes llegadas de todos los puntos de Mallorca y efectivos de todos los cuerpos, escoba y pala en mano, se afanaron en devolver la normalidad a un pueblo que nunca volverá a ser el mismo, un pueblo con las heridas todavía recientes, que deambula entre el dolor por lo perdido y la emoción por lo recibido.

Ha pasado un año y la gran pregunta sigue en el aire. ¿Eran muertes evitables? Ese 9 de octubre a Xisco Umbert, aficionado a la meteorología y colaborador de la Aemet, vio como se le reventó el pluviómetro al superar los 220 litros. Se llegaron a alcanzar los 257 litros por metro cuadrado en un escaso lapso de tiempo. La geografía del lugar contribuyó al desastre sin duda multiplicado por la arquitectura urbana que aprisiona cuencas entre paredes de cemento. El aviso de alerta roja de la Aemet llegó a las diez de la noche, cuando hacía más de tres horas que Sant Llorenç tenías las calles convertidas en ríos, coches desplazados por la corriente taponaban calles y trece personas ya habían perdido la vida. Carencias y poca diligencia impidieron que cumpliera una de las misiones más importantes para la que fue creada, dar la alerta ante condiciones meteorológicas adversas. Aunque de nada sirva a los que se fueron, la tragedia propició la revisión de protocolos y ha mejorado el servicio, no solo aquí, también en la península.

¿Puede volver a pasar? "No podemos evitar que el agua vuelva al pueblo, lo que tenemos que hacer es facilitar que se vaya", sostiene Josep Cortes, uno de los promotores del libro Sa Torrentada, que recoge diversas propuestas urbanísticas para facilitar el discurrir del agua. En las labores de reconstrucción se han acometido algunas actuaciones en este sentido, aunque siguen persistiendo resistencias. Si no asumimos que el agua no fue la dama de la guadaña, sino maldito empeño en interrumpir el curso de la vida natural, si no cambiamos nuestro comportamiento público y privado, sembramos la semilla de futuras catástrofes.