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El error de ser pájaro

Alguna vez me he quejado, en algún poema que anda por ahí extraviado, porque uno todo lo escribe con vocación de náufrago, del “gran error de no haber sido pájaro”. Eso hubiera querido, “ser pájaro o brújula para soñar el norte,/ ser brújula o pájaro para idear el sur”. Un pajarillo azul y cantarín, pongamos por caso. Pero así son las cosas que se desean, que casi nunca se pueden alcanzar, y más ahora, cuando de pronto las noticias hablan de que nos estamos quedando sin aves y me he dado cuenta, terriblemente, de lo poco que sé de pájaros, de que más allá del gorrión, tan cotidiano, y de los “mixtos” de canario y jilguero que criaba mi tío Manuel y que podían cantar con el trino de cualquier especie, quizás mi único pájaro ha sido el vencejo. Muchos de mis versos hablan de ellos, de su cualidad de traer el verano en las alas, de cómo son capaces de hacer aún más hermosas las tardes de junio.

Pero me temo que ya hay tardes de junio sin vencejos en algunos lugares de la tierra. Lo dice un informe, en el que se advierte de que la inmensa mayoría de las aves están desapareciendo de los campos. En los últimos veinte años han desaparecido noventa y cinco millones de pájaros de los cielos de España, casi todos de un campo que se les hace cada vez más inhóspito.

De seguir la tendencia (nada hace sospechar lo contrario, somos perseverantes en el desastre), dentro de no mucho los ojos de la gente del campo no sabrán mirar pájaros, y se hará profeta Ítalo Calvino, quien en uno de sus cuentos, “El origen de los pájaros”, cuenta que una mañana alguien escuchó un canto que venía de lejos, un canto que nunca había escuchado. “Un animal desconocido cantaba en una rama”, dice el personaje. “Era un animal con patas, alas, cola, pico, cresta, y una estrella en la frente”. Tanto llamó la atención el suceso, que acudieron a verlo todos los del pueblo, y el sabio anciano (toda buena fábula necesita un sabio anciano), gritó a los curiosos:

-¡No lo miréis! ¡Es un error!

Estamos al borde de esto. Pero un día, un buen día (quizás un día de fiesta), pasada ya la barbarie, repuesto ya el mundo de nosotros, si aparece de pronto un jilguero cantando en la rama de una acacia, pasado el primer estupor, habrá que convocar a un niño para que ponga nombre a ese milagro, y quizás le llame como he oído que le llaman en Granada y en otros lugares, “colorín”, y ya no habrá error posible.

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