El lunes escuché al líder de la ultraderecha en Balears y dijo la verdad. Jorge Campos sostuvo que "tenemos decenas de inmigrantes ilegales, que no sabemos quiénes son ni qué pretensiones tienen, deambulando por nuestras calles y por nuestros pueblos? pueden ser ingenieros físico-nucleares, o violadores; pueden ser grandes abogados o pederastas; pueden ser arquitectos o asesinos".

Es verdad. Tan cierto como que miles de mallorquines conducen por las carreteras de la isla e ignoramos cuántos pueden -podemos- ser criminales, estafadores o corruptos. Tan auténtico como que cuarenta millones de españoles pululan por pueblos y ciudades y desconocemos cuántos de ellos pueden -podemos- ser asesinos en serie, atracadores de bancos o maltratadores. ¿Y qué decir de los alemanes, los rusos o los ingleses?

Tan certero como que podríamos cambiar el sujeto por Vox, PSOE, PP, Ciudadanos, Més o Podemos. Puede que entre sus militantes o votantes se puedan emboscar violadores, pederastas o asesinos. Y, por supuesto, podríamos meter en el mismo saco de potenciales delincuentes a periodistas, bomberos o toreros. Casi todo puede ser... o no.

Los políticos buscan que su mensaje cale entre los ciudadanos. El loable objetivo se transforma en epidemia cuando desaparecen los límites y los vocablos buscan efectos perversos al relacionar reiteradamente, por ejemplo, inmigración y delincuencia. El matiz "ilegal" que Vox introduce ocasionalmente en los discursos es la palabra débil frente a la fuerte, la que percute en las mentes de los simpatizantes e intenta expandirse al resto de la población.

El filólogo Victor Klemperer (1881-1960) ya alertó en sus diarios y en su imprescindible ensayo LTI, la lengua del Tercer Imperio sobre la intoxicación a través de la palabra. Trabajó sobre el campo de batalla del nazismo de Adolf Hitler y Joseph Goebbels. La estrategia de los tiranos consistía en infiltrar vocablos aparentemente aislados en el leguaje cotidiano. Klemperer lo explicó así: "El lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él".

Todos manipulan. Pablo Iglesias despreciaba el "régimen del 78", fácilmente asociable al "régimen" franquista. Una expresión comparable a la "época del sistema" con la que los nazis se referían a la República de Weimar. Joaquim Torra repite machaconamente "los catalanes" otorgando a la palabra un significado distinto al del diccionario. Para él, los "catalanes" son los independentistas. Lo mismo sucede cuando Pedro Sánchez, Pablo Casado o Albert Rivera hablan de "los españoles". Excluyen a todos aquellos que no se aferran a una idea particular y partidista de España.

Cuando Campos y Santiago Abascal despotrican de los "chiringuitos públicos". es fácil darles la razón sin un análisis crítico de la idea que se oculta tras estas palabras. Incluso se puede aplaudir, obviando, eso sí, que ambos han vivido bien en los que les montaron Carlos Delgado y Esperanza Aguirre.

Quizás el líder de Vox en Balears o Iván Espinosa de los Monteros también acierten cuando aseguran que la diputada Malena Contestí se va del partido al ser marginada de las listas electorales y que "la metamorfosis repentina le va a resultar difícil de explicar". Pero no conviene descartar que sea la política frustrada quien ha visto la luz verdadera al denunciar que se ha vinculado "directamente el terrorismo con la inmigración", al lamentar la "demagogia, homofobia y extremismos varios" o al expresar que "Vox es un movimiento extremista y antisistema".

Algunos políticos -no el diablo- cargan con dinamita las palabras. Los ciudadanos debemos trabajar con inteligencia para desactivarlas.