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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Estresados

Una de las corrientes subterráneas que subyacen en la realidad de nuestros días es un estado de sobreexcitación inducido, continuo y prolongado

Por debajo de la realidad que creen adivinar nuestros ojos, circulan corrientes subterráneas muy profundas. Una de ellas es el estrés o la ansiedad, que deriva más pronto que tarde en angustia. Como un nuevo milenarismo, el pensamiento apocalíptico ha regresado con la firme voluntad de no irse. Lo comprobamos a diario, ya sea pregonado por los medios de comunicación, la clase política o los grandes divulgadores de catástrofes y soluciones mágicas. Podríamos acudir a la memoria de nuestros padres -el miedo a una guerra nuclear en los años de enfrentamiento con la URSS-, pero no es necesario: basta ceñirnos a estas dos últimas décadas, desde que el atentado de las Torres Gemelas dio un trágico inicio al siglo XXI. La enumeración de los nombres del miedo convierte en una auténtica letanía los signos de los tiempos: las armas de destrucción masiva (inexistentes) en Iraq, la caída de Lehman Brothers, el crash financiero, el tsunami de la deuda soberana, los bancos zombis -un buen número de los cuales hubo que rescatar- y la desaparición del euro; el virus del Ébola y la gripe A, los incendios en el Amazonas, la llegada del Antropoceno, la alerta climática y la desaparición de las especies, el accidente nuclear en Fukushima; el retorno de los populismos que se creían definitivamente superados, la crisis de la democracia liberal y las nuevas ideologías definidas por el pensamiento único; el paro masivo y el empobrecimiento de las clases medias junto al enriquecimiento acelerado de las elites, la corrupción flagrante y la partitocracia; el eclipse del catolicismo y la reaparición de las sectas, la astrología y la paraciencia; los imparables flujos migratorios unidos al endeudamiento de los Estados y el invierno demográfico en Europa; el extraño proceso que llama “radicalidad democrática” a la democracia plebiscitaria; las teorías conspiratorias de todo tipo, la irrupción de la inteligencia artificial, el Big Data y ese acelerador de partículas que son las redes sociales; dos papas en Roma y dos reyes en España, cuatro contiendas electorales en cuatro años, la aparente imposibilidad a la hora de formar gobiernos; el fracaso escolar y el currículum de mínimos, el analfabetismo que regresa aunque sea por la vía del desconocimiento masivo del lenguaje de la programación… Llegados a este punto, ya no resulta sorprendente que un lenguaje tóxico y exagerado ocupe el debate público. No porque no haya motivos para el pesimismo -cabe pensar que siempre los habrá-, sino porque la escala del lenguaje no se corresponde con la realidad sino con las emociones que queremos proyectar sobre ella.

Por supuesto muchos salen ganando con este estado general de excitación, aunque la sociedad en general salga perdiendo. Como bien sabemos, los dos grandes movilizadores emocionales que ofrecen las ideologías en épocas de crisis son el miedo y el resentimiento. Y ambos facilitan o animan esta especie de fiebre incesante que es la ansiedad en nuestros días. Hay muchos motivos para la preocupación y otros muchos para el enfado y la decepción, pero de lo que hablamos es de algo distinto: las peculiaridades de un estilo que tiene menos que ver con la racionalidad y la voluntad ilustrada que con el rostro grosero de la manipulación de las emociones. Convendría vigilarlo y mantenernos en una justa distancia que evite las tentaciones clásicas de la sobreexcitación, ya sea por medio del escapismo melancólico o de la violencia implícita en tirar por la borda las instituciones democráticas, las leyes y lo mucho que hemos construido en común. Respetar esto tan sencillo, y tan habitual, como las reservas naturales de la moderación.

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