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Fundamentalismo

Entre 1910 y 1915, un millonario californiano financió la publicación de una serie de panfletos bíblicos que defendían una interpretación literal -es decir, al pie de la letra- de los textos sagrados del cristianismo. Si la Biblia decía que Jehová se apareció a Moisés en medio de una espesa columna de humo y una tormenta de rayos y truenos en el Monte Sinaí, esa columna de humo existió y fue real y nadie podía poner en duda su existencia. Esa columna y esa tormenta no fueron una metáfora usada para describir el poder infinito de Dios, sino fenómenos atmosféricos reales que tuvieron lugar en un momento dado de la historia de la humanidad. Los panfletos se llamaban The Fundamentals y dieron nombre al movimiento que se oponía a cualquier interpretación racional de los textos sagrados. En realidad, decían los fundamentalistas, no había nada que interpretar: todo lo que decían esos textos debía tomarse como una verdad incuestionable. Si el libro del Génesis decía que Dios creó el mundo en siete días, es que el mundo fue creado en siete días. Así de simple.

El fundamentalismo cristiano se propagó entre muchas sectas protestantes, pero también coincidió con la aparición de un movimiento equivalente en el Islam, ya que a principios del siglo XX se extendió entre muchos centros de estudio una vieja idea que defendía la interpretación literal del Corán. Si el Corán decía que en el Paraíso del Más Allá había unas huríes de azafrán, almizcle, ámbar e incienso que satisfacían todos los deseos de los bienaventurados, esas huríes existían y eran de verdad de azafrán, almizcle, ámbar e incienso. En ese pasaje no había metáforas ni licencias poéticas para describir el paraíso de los creyentes, sino pura y simple verdad. Así era el fundamentalismo islámico, que se ha extendido de tal manera que ha predeterminado la ideología salafista y yihadista que se enseña en muchos lugares del mundo. Y lo peor de todo es que el fundamentalismo también se ha extendido al judaísmo y al hinduismo, y parece que incluso está cobrando forma en el budismo.

El fundamentalismo desconoce el contexto histórico, la tradición cultural y la época en que surgió una creencia religiosa, pero sobre todo, el fundamentalismo desprecia la ironía, la poesía y la imaginación. El fundamentalismo persigue creyentes que tengan una fe absoluta y que no sean capaces de pensar por sí mismos ni de interpretar los supuestos dogmas con arreglo a una lectura simbólica que distinga los elementos retóricos de la verdad de fondo. Para el fundamentalismo, esa lectura racional o imaginativa es una herejía y es un pecado. Cuando un texto sagrado dice una cosa, lo único que se puede hacer es arrodillarse ante esa verdad y acatarla a ciegas. Nadie -ningún creyente verdadero- tiene derecho a oponerse a esa verdad sagrada. Los dogmas son intocables y nadie puede atreverse siquiera a poner en duda su veracidad o su aplicación en un contexto histórico muy distinto. La verdad es sagrada justamente porque es la verdad. Y quien reniegue de ella es un hereje o un infiel que debe ser perseguido o incluso exterminado.

Por desgracia, el fundamentalismo también se ha extendido a la política a lo largo del siglo XX -basta pensar en la fe incuestionable que se imponía a los creyentes como un dogma de fe en los peores tiempos del fascismo y del comunismo-, pero lo malo es que también está renaciendo ahora, en un momento en que podríamos pensar que la conciencia individual y la vasta red de información nos permitirían ser mucho más críticos y más reflexivos ante las supuestas verdades incuestionables. Y ahí tenemos a los siniestros dirigentes de Vox poniendo en cuestión la realidad de la violencia de género contra las mujeres. O en el otro lado, ahí tenemos a los chillones histéricos de la izquierda alternativa poniendo el grito en el cielo porque el primer ministro de Canadá, hace veinte años, se disfrazó de Aladino en una fiesta de nochevieja y se pintó la cara de negro. ¡Racismo!, gritan, ¡insulto intolerable contra las minorías más vulnerables!, protestan, cuando sólo se trata de una broma en una fiesta, e inspirada además por una película de Disney en la que Aladino -al fin y al cabo un personaje oriental- tenía el rostro oscuro y la piel muy morena. Es decir, que para estos nuevos fundamentalistas no existe el humor ni la ironía, ni la broma, ni el deseo de disfrutar en una fiesta de Nochevieja, sino únicamente la adusta y tenebrosa fe de las verdades que no pueden ser puestas en duda de ninguna manera. Y pobre de aquél -a un lado o a otro del espectro político- que se atreva a ponerlas en duda.

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