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La pesadilla

Hace ocho años conocí a Philippe Lançon. Fue en el festival de Literaturas Europeas de Cognac, donde participamos en una mesa redonda sobre los libros que surgen de la insularidad. Nos moderó el gran Éric Naulleau. Lançon acababa de publicar Les îles y al final del acto me lo dedicó con estas palabras: "De isla a isla y de una memoria a otra, todo hundido". Días después, ya cada uno en su casa, nos escribimos y Lançon definió aquella charla en Cognac como una sonata y me pidió que escogiera instrumento. Le contesté que el cello y él me dijo que la flauta, que había tocado años atrás y ya no tocaba, y que Éric Naulleau era, sin duda, el piano. Y añadió: "Me encanta el cello, tiene una tristeza elegante que nunca llega al llanto; Bach, claro, pero también Dvorak y Shostakovitch". Al poco, empecé a leer Les îles, que comienza de esta manera: "La locura no me interesa nada y tampoco me fascina. No tengo suficiente talento y tampoco suficiente libertad para ella. Me falta violencia y angustia para imaginarla. La soledad y los sufrimientos que engendra me parecen desprovistos de encanto, de romanticismo, de sabiduría e incluso de misterio".

He pensado más de una vez en esas palabras de Philippe Lançon desde la pesadilla que padeció el 7 de enero de 2017 -el atentado islamista a la revista Charlie Hebdo, sobre el que escribí en estas páginas- y su consecuencia en los días de su vida a partir de entonces. "Me falta violencia y angustia para imaginarla", había escrito en Les îles, al referirse a la locura. He pensado en cómo, repentinamente, una siniestra forma de otra locura, entró en su vida con las balas de un kalashnikov destrozándole la cara y la manera en que había vivido esa vida hasta entonces. Y en la soledad y sufrimiento posterior: la soledad de quien no puede hablar durante más de un año, los sufrimientos de tantas intervenciones quirúrgicas. De todo eso trata su libro El colgajo ( Le lambeau), que acaba de aparecer en España -editorial Anagrama- y motivo por el que Philippe Lançon ha estado unos días en Barcelona, promocionándolo. El hombre joven, de pelo y ojos negros y profundos que conocí, es ahora un hombre envejecido prematuramente cuya mirada mantiene aquella profundidad de los días de Cognac, aunque tamizada por un velo que nos habla de que ha visto lo que no debería haber visto nunca.

En aquel momento Lançon preparaba una estancia en Princeton -adonde no llegó nunca- y le daba vueltas a la crítica teatral que debía escribir esa misma mañana sobre un Shakespeare visto la noche anterior - Noche de Reyes- y que tampoco escribiría ya nunca. De repente los gritos y el terror aparecieron: nada sabemos quienes no hemos vivido algo así. La sorpresa, el miedo o el valor, el instinto, los tiros y el silencio luego. A su alrededor, sus compañeros muertos y él gravemente herido e inmóvil, como si estuviera muerto también. La sangre que cubría su cabeza y rostro, cuenta, le salvó de que el terrorista -sus botas frente a su cara- lo rematara. Por eso Lançon no murió. No murió pero se convirtió en otro, como si aquel Philippe Lançon que conocí en Cognac hubiera muerto y el nuevo surgiera de la metamorfosis de doscientos días de sufrimiento clínico y anímico, operación tras operación, y el atentado como mal y origen del mal. El colgajo es el relato de esa metamorfosis, un testamento y un acto de fe en la vida.

En aquellos días de silencio forzoso, sin saber si podría volver a hablar o a escribir, Philippe Lançon escuchaba a Bach -el mismo Bach sobre el que nos habíamos escrito años atrás- y leía a Proust, a Kafka ( Cartas a Milena) y a Thomas Mann ( La montaña mágica). Y miraba, sólo miraba. Sin odiar, sin meditar sobre política, sin acusar: "Vivimos en el reino del odio y del desprecio... El odio está de moda, pero no sirve de nada. Los terroristas no me interesan... Nunca me convenció el escritor que se mete en la piel del terrorista", ha dicho estos días en Barcelona. Efectivamente: en El colgajo -símil de lo que se convirtió su cara y metáfora francesa ( le lambeau) de la destrucción interior- hay un escritor que sobrevive a todo eso y sin pretenderlo se vuelve metáfora de la Europa cultural -que no política- atacada por el islamismo. Atacada por quienes detestan el pensamiento libre y la capacidad del hombre para ser. Todos debemos algo a los muertos de Charlie Hebdo. Todos debemos algo más a Philippe Lançon: por haber sobrevivido y contárnoslo sin revanchismo: la reconstrucción del horror y la reconstrucción de sí mismo. Aunque sólo fuera por eso -que ya es bastante más de lo que se puede pedir a un hombre- todos deberíamos leer El colgajo.

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