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Cerveza de jengibre

Este verano estuve mirando la pequeña biblioteca donde una de mis hermanas -que murió hace cuatro años- guardaba sus libros. En un estante, tal como mi hermana los había dejado, estaban todos los libros que había leído cuando era niña, muchos de ellos reparados con celo y protegidos con forros de plástico. Había álbumes de Tintín, otros de Astérix, varios cuentos para niños de Robert Graves, y sobre todo, libros y más libros de Enid Blyton: los de la serie de Los cinco, pero también los de los Siete secretos y los de la serie Aventura y los del internado femenino de las Torres de Malory, que a mis hermanas les gustaban tanto que se los arrancaban literalmente de las manos para poder leerlos antes de irse a dormir. Muchos de aquellos libros habían sido míos o de mi hermano menor, y habían pasado de unos a otros, que los devorábamos en las largas tardes de verano cuando los adultos dormían la siesta y los niños -eran los años 60-, en vez de escuchar reggaetón o instruir al mundo -a través de YouTube- en las ventajas morales del veganismo, estábamos obligados a guardar silencio y a permanecer encerrados en nuestros cuartos.

Cualquiera que haya leído los libros de Los cinco -y esos libros han tenido millones y millones de lectores en todo el mundo- recordará el personaje de una niña que se llamaba Jorgina pero quería que la llamaran Jorge. Ella era la dueña de un perro, Tim, y tenía una isla -que en realidad pertenecía a sus padres- que era la isla de Kirrin. Cuando leí los libros de Los cinco, ese personaje -la niña que quería ser un niño- siempre me resultó un personaje incómodo, porque era más valiente, más decidida, más lista y más aventurera que los demás niños que protagonizaban la serie (los hermanos Julián y Dick, que eran primos de Jorge). Han pasado cincuenta años desde que leí esas novelas, y ahora se me han borrado las tramas y los demás personajes, pero esa niña que se llamaba Jorge nunca se ha desvanecido de mi memoria. Jorge guiaba a Los cinco a la isla, organizaba una especie de comuna en la que los adultos estaban proscritos -el sueño de todos los niños-, desenmascaraba a los contrabandistas, detenía a los ladrones y encima acababa encontrando siempre una botella de cerveza de jengibre que compartía con los demás. Nunca supimos qué demonios era la cerveza de jengibre, pero eso la hacía mucho más atractiva, por supuesto. De modo que Blyton no sólo consiguió que millones y millones de niños y adolescentes de todo el mundo aprendieran a disfrutar leyendo sus historias, sino que dejó un personaje imborrable -ese Jorge que en realidad era Jorgina- que resultaba ser una chica mucho más inteligente, valerosa y autosuficiente que sus primos varones.

En estos últimos años, los personajes de Blyton han sido adaptados a la televisión y al cine, han protagonizado musicales en Broadway y en Londres y han seguido vendiendo millones de ejemplares, pero ahora nos hemos enterado de que la Casa de la Moneda británica se ha negado a imprimir una moneda conmemorativa en su honor -una moneda de 50 peniques- por considerar que era una escritora “sexista, racista y homófoba”. Es decir, que la autora que creó a una niña que quería ser un niño -y que además se comportaba como un niño y actuaba de forma mucho más valerosa y astuta y resolutiva que los demás niños- ahora resulta ser una autora sexista y homófoba. Es cierto que Enid Blyton -que nació en 1897 y murió en 1968- tenía unas ideas que quizá no sean las de Greta Thunberg o las de Carmen Calvo, pero era una mujer que vivió siempre su vida y que jamás aceptó imposiciones ni patrones de conducta. La acusan de homófoba, pero tuvo una relación con una de las cuidadoras de sus hijas. La acusan de sexista, pero fue maestra ¡en 1918! y empezó a ganarse la vida por su cuenta escribiendo libros a partir de los veintipocos años. Y encima jugaba desnuda al tenis, fue propietaria de un club de golf y tuvo una vida amorosa bastante desinhibida para una mujer casada de su época, con divorcios y amoríos e historias más o menos escandalosas, que encima protagonizó cuando tenía ya más de cuarenta años (una barbaridad para su época). En una autobiografía, su hija Imogen describía a Blyton como una mujer irritable, conflictiva y que carecía por completo de instinto maternal (justo la imagen opuesta a la de madre ideal que daba en los reportajes y en las entrevistas para favorecer las ventas de sus libros), pero eso la hace mucho más parecida a lo que las feministas más radicales consideran casi obligatorio en cualquier mujer “empoderada”.

Esta época estúpida -estúpida porque nunca había habido tanta información ni tanta libertad para adquirirla- parece obsesionada con implantar una virtud obligatoria según la cual se deben juzgar todos los hechos de la historia, tanto los del presente como los del pasado. Quienquiera que haya leído las aventuras escritas por Blyton recordará el indescriptible placer de vivir una experiencia al aire libre y en completa libertad, sin vigilancia alguna por parte de los adultos, y en la que siempre había tiempo para una maravillosa merienda campestre (con lengua escarlata y sándwiches de pepino marinado y una botella de cerveza de jengibre). Si este mundo fuera un poco menos idiota, Enid Blyton tendría una especie de santuario en cada biblioteca, igual que esa estantería donde mi hermana guardaba amorosamente todos sus libros.

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