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Brazos abiertos

Ya he contado aquí la sorpresa que se llevó mi hija cuando vio en Tánger -en los cafetuchos del puerto o en las aceras del Zoco Grande- a las docenas de mujeres africanas que llevaban un bebé a cuestas y que estaban esperando el modo de embarcarse en un barco ilegal para llegar a Europa como fuese. Cuando se habla de emigración, se suelen esgrimir cifras y porcentajes y estadísticas, pero casi nadie piensa en las personas reales -como esas mujeres muy jóvenes con sus bebés a cuestas- que se juegan el tipo a diario para cruzar el Mediterráneo.

Eso es innegable, sí, pero también se suele obviar que los emigrantes subsaharianos proceden de culturas muy distintas a la nuestra. Un día, en Tánger, pasamos frente a un café del puerto -no sé si el Yema Yenou o el África- y vimos a un montón de subsaharianos viendo un partido de fútbol del Barça en un televisor de plasma. Algunos espectadores llevaban camisetas del Barcelona; otros, del Real Madrid. Pero en el café no había mujeres, sólo hombres, así que las mujeres paseaban por la acera con los bebés a la espalda mientras los hombres jaleaban a su equipo de fútbol favorito desde el interior del café. Mi hija también se quedó muy sorprendida al ver aquello. Tuve que explicarle que en el mundo islámico más tradicional las mujeres tienen vetada la entrada a los cafés, que son lugares estrictamente masculinos y donde reina una especie de derecho de admisión (en Europa, que conste, las mujeres tampoco solían entrar en los cafés hace setenta u ochenta años, o incluso menos en muchos lugares del Mediterráneo).

Cuento esto porque hay cosas que se olvidan o que prefieren olvidarse, como ha sucedido a propósito del debate sobre el Open Arms. Para una cierta izquierda, todos los inmigrantes son bienvenidos porque aquí cabemos todos y hay suficiente riqueza para compartir. Para una cierta derecha, todos los inmigrantes son peligrosos violadores que nos odian y que vienen a quedarse con nuestros recursos, aparte de soñar con rebanarnos el pescuezo al primer descuido. En medio, por fortuna, hay una postura intermedia -la única racional- que entiende que la Unión Europea tiene unos tratados internacionales de política migratoria y que esos tratos deben cumplirse de modo que no se puede aceptar sin más a todos los inmigrantes. En primer lugar, porque la inmigración tiene costes sociales que suelen pagar las capas más desfavorecidas de la sociedad. Y en segundo lugar, porque vivimos en una sociedad que tiene un 15% de desempleo -en tiempos de bonanza económica- y que tiene una deuda pública descomunal (en estos momentos de 1,2 billones de euros, una cifra, por cierto, de la que nadie habla). Y en este sentido, atender a los inmigrantes significa desviar recursos públicos que hacen mucha falta para otros servicios (la dependencia, la vivienda, las pensiones, sin ir más lejos).

Lo malo del caso es que introducir un mínimo de racionalidad en el debate de la inmigración es algo imposible en el mundo del feroz enfrentamiento ideológico en el que vivimos. Para la izquierda más radical, si pones pegas a los inmigrantes que llegan de África eres un ser cruel y egoísta que prefiere ver a esos pobres desgraciados ahogándose en alta mar. Y para la derecha más cerril -la que representa Salvini en Italia y Vox en España-, si te compadeces de esos inmigrantes eres un iluso imbécil que está poniendo en peligro la Sanidad pública, las pensiones e incluso los cimientos de la civilización europea. Y por lo que parece, no hay posibilidad de escaparse de esa terrible lógica binaria. O eres un sádico y un egoísta o eres un iluso que se está dejando poner la navaja al cuello (y encima está pagando la navaja con su propio dinero). No hay opción intermedia. No hay escapatoria: o lo coges o lo dejas.

Bueno, sí, hay una tercera opción, la intermedia -la que intenta combinar realismo y compasión-, pero esa opción carece por completo de prestigio y no la defiende casi nadie; o si la defiende alguien, esa persona enseguida queda silenciada por los gritos y los insultos de los partidarios de los brazos abiertos o del rechazo total a los inmigrantes africanos. Y sin embargo, esa tercera opción es la única que tiene sentido. Ante todo, porque nadie puede prescindir del realismo a la hora de enfrentarse al fenómeno migratorio. Y el realismo nos dice que hay millones -o más bien decenas de millones- de africanos que quieren asentarse en Europa, y que es imposible admitirlos a todos si queremos seguir manteniendo a flote nuestro precario Estado del Bienestar. Y al mismo tiempo, todos deberíamos saber que hay miles de personas que se juegan el tipo intentando cruzar el Mediterráneo, y que tampoco se las puede abandonar alegremente a su suerte.

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