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Matías Vallés

Hong Kong, sin salidas

La jerarquía informativa ha consagrado al aeropuerto de Hong Kong, paralizado esta semana por los manifestantes mejor organizados de la historia, porque ningún otro colectivo sería capaz de programar una marcha de los dueños de mascotas. Con 75 millones anuales de pasajeros, la invasión de Chek Lap Kok recuerda que los aeropuertos son los centros neurálgicos del planeta. Dos personas tendidas sobre la pista de asfalto paralizan un país con mayor éxito que un millón de congregados en las calles.

De hecho, las protestas en la ciudad semiautónoma habían tardado dos meses en alcanzar la portada del Diario del Pueblo, órgano oficial del partido comunista chino. El Hong Kong sin salidas reconcilia al mundo con la identificación de sus grandes aglomeraciones como meras aerópolis, entornos urbanos que florecen junto al aeropuerto que les da razón de ser.

No es el coche, es el avión. El bloqueo del aeropuerto asiático amenazó con desestabilizar a China entera y señala el camino a los manifestantes de todo el orbe, sometidos a los patrones clásicos de la invasión de carreteras terrestres a la frontera según se comprobó en Cataluña. Solo los controladores aéreos pueden frenar en seco el tráfico de los herederos de Montgolfier, como hicieron en una sediciosa Navidad española. Sin embargo, la fuerza numérica de los rebeldes de Hong Kong les ha permitido anular la tecnología mediante su mera interposición entre la zona de facturación y las puertas de acceso a los vuelos.

La sencillez de la maniobra aeroportuaria desarmó a las autoridades chinas. La policía postergó la intervención violenta durante dos días. La reacción antediluviana en uno de los diez mayores hubs aéreos del planeta sirve de triste consuelo a quienes se lamentan del pésimo funcionamiento de los aeropuertos españoles, donde su misión fundamental ha sido obviada para reconvertirlos en centros comerciales. De haberse producido el colapso en una geografía cercana, los expertos avanzarían sus presagios sobre el influjo de dos meses de manifestaciones continuas sobre la economía, véase de nuevo Cataluña y su población muy similar a los siete millones y medio de habitantes de Hong Kong. Por lo visto, este automatismo no funciona en los mares asiáticos.

El conflicto continuo le sienta bien a la megalópolis asiática, que en medio del caos mantiene un mercado de la vivienda desbocado, al precio medio de un millón de euros por casa. Con estudios de cuarenta metros cuadrados a ochocientos mil euros, los compradores muestran una confianza ejemplar sobre una pronta resolución del conflicto, que además avalan con inversiones de vértigo. O no les importa la agitación controlada, a cargo de un movimiento que aboga por la democratización plena de un Hong Kong cada vez más alejado del poder adquisitivo de sus residentes.

La antigua colonia británica comparte su liderazgo inmobiliario asiático con Singapur. Con cifras más disparatadas que disparadas, ambas aportan nuevas pruebas del desplazamiento hacia Asia del eurocentrismo languideciente. Y la característica común de la ciudad semiautónoma y la ciudad-Estado consiste en que la mayoría de compradores en ambas geografías tiene pasaporte chino. Por tanto, Pekín ha de analizar si le conviene enturbiar este floreciente mercado empleando la fuerza contra los manifestantes. Para prescindir del aguijón capitalista en su seno, ha de disponer de un sustituto emergente para el enclave que mantuvo su independencia hasta 1997. Se apunta a Shangai, con el riesgo anejo a una evaluación incorrecta de su empuje.

Todo comentario sobre Hong Kong se emite a riesgo de que en cualquier momento se desate una intervención armada de Pekín, que abona el terreno con la detección de los tradicionales "brotes de terrorismo". El jefe de Estado ha de decidir si su identidad secular corresponde a Xi o XXI. La tolerancia internacional hacia sus maneras despóticas utiliza la venda de una modernización del país. Ahora mismo se debate entre desatar un Tiananmen del tercer milenio al borde del mar, o incomodar a una cúpula militar indignada por la ocupación salvajes de instalaciones aeroportuarias.

A un país le cuesta funcionar con dos sistemas, el péndulo que debía oscilar entre el gigantismo de China y el bullicio perpetuo del enjambre de Hong Kong. El pacto con dos décadas de vigencia preservaba "un sistema judicial independiente", y una ligera alteración en el sistema de extradiciones amenaza con derribar el edificio al completo. Cuesta no recordar que una leve alza de los impuestos al combustible generó la crisis, también enquistada, de los chalecos amarillos en Francia. Todos los poderes contemporáneos asustan, pero sus presuntos propietarios son los primeros que viven en un estado de susto perpetuo. Aunque se apelliden Xi, Putin o Trump.

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