Diario de Mallorca

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Delaciones

Rafel Ferrer Massanet, que era una de las personas que más sabía sobre la guerra civil en Mallorca, me contó la historia en su casa de Porto Cristo. En agosto de 1936, en los peores momentos de la represión franquista, el padre del poeta Guillem d'Efak -el guardia civil Antoni Fullana- fue nombrado censor de correspondencia en Manacor. Todas las cartas que salían de Manacor tenían que pasar por sus manos. Algunas de esas cartas sólo contenían noticias familiares, pero otras muchas -muchísimas- eran acusaciones anónimas que los vecinos de Manacor vertían sobre muchos de sus convecinos, a los que acusaban de los delitos más estrambóticos: espionaje, ateísmo, profanación religiosa, derrotismo, sabotaje, posesión de radios prohibidas, deserción, quintacolumnismo, contrabando, pornografía... Esas cartas iban dirigidas al Gobierno Civil o a la Comandancia Militar, y en muchos casos suponían una sentencia de muerte inmediata para la persona que había sido denunciada.

Antoni Fullana era una buena persona y sabía que muchas de aquellas denuncias anónimas se debían a la enemistad visceral o a viejas rencillas por culpa de deudas de juego o de disputas por lindes de fincas (o por turbias historias amorosas). Por suerte para los vecinos de Manacor, Fullana arrojó muchas de aquellas cartas a la papelera. Pero en otros muchos lugares de Mallorca -y de España entera, y en los dos bandos enfrentados-, las cartas con denuncias anónimas dictadas por el rencor o el deseo de venganza llegaban a su destino. Y cualquiera que conozca un poco nuestra guerra civil sabe que las cunetas y los cementerios se llenaron de víctimas de esas denuncias anónimas.

Muchas de esas cartas -las que no eran anónimas- las escribieron personas que se sabían sospechosas o que temían alguna represalia, y que intentaron protegerse de algún modo denunciando a un vecino que estaba en las mismas circunstancias. En otros casos -cuando las denuncias eran anónimas-, lo único que se buscaba era involucrar a personas odiadas o molestas, a veces por puro rencor -laboral, económico, sentimental-, y otras veces por el simple deseo de quedarse con alguna ventaja que hasta entonces había disfrutado la persona denunciada. El alma humana es así de tenebrosa, y más si se produce una hecatombe como fue la guerra civil, cuando el miedo y el ansia de sobrevivir nos empujan a hacer cualquier cosa con tal de salvar el pellejo. Pero a menudo las delaciones no sirven de nada porque los represores no distinguen entre denunciantes y denunciados. Y una de las escenas más tristes que uno se pueda imaginar -y que estoy seguro que ocurrió- es el momento en que uno de los que habían redactado las denuncias anónimas se encontraba con su propio denunciado en la misma cuerda de presos que iban a ser ejecutados. Ni siquiera las denuncias falsas que había escrito aquel pobre hombre le pudieron salvar de ser detenido y eliminado por culpa de otras denuncias igual de falsas. Los archivos policiales de la Rusia soviética están llenos de casos así: el denunciante y el denunciado fueron enviados juntos al matadero. Y esas historias también sucedieron en nuestra guerra civil. El horror, el horror.

En el país de la Memoria Histórica

-Que es más bien Memoria Histérica- se debería ser muy cuidadoso con las denuncias anónimas que pueden causar la ruina o la deshonra de una persona acusada sin pruebas a través de simples rumores o acusaciones lanzadas a la buena de Dios (y más aún en la época de las redes sociales, donde se puede destruir a alguien con una simple insinuación lanzada en Twitter o en Facebook). Recuerdo haber visto caminando por la calle, hace ya unos 20 años, a un juez de menores de Sevilla que había sido acusado falsamente de pedofilia por unos yonquis que habían sido condenados por el juez y querían vengarse de él. Aquel juez era una buena persona y todo el mundo que lo conocía sabía que era un profesional intachable, pero otra jueza -incompetente o cobarde, o las dos cosas a la vez- cedió a la presión mediática y lo involucró en la trama del caso Arny, así que el pobre juez fue sometido a una feroz campaña de descrédito en periódicos y televisiones sin que nadie se atreviera a defenderlo. Al cabo de muchos años fue exonerado de toda culpa, pero aquel hombre ya había sido destruido para siempre. Yo lo vi caminar por la calle, solitario, abatido, alelando, girando la cabeza a derecha e izquierda como si buscara a tientas una explicación de lo que le había sucedido, y estuve a punto de acercarme a él y decirle que creía en su inocencia y que todo lo que le había pasado era una campaña vergonzosa de delaciones e infamias. No lo hice -fui cobarde- y aquel hombre siguió su camino, cabizbajo, derrotado, atónito, destruido. Murió poco tiempo después, sin que nadie le pidiera perdón, sobre todo la jueza incompetente que se creyó las acusaciones infundadas de dos raterillos.

Por eso mismo asusta pensar con qué alegría y con qué furia vengativa se entregan algunos -y algunas- a las campañas de acusaciones anónimas que se vierten contra determinadas personas que no pueden defenderse. Si alguien quiere denunciar a alguien, que corra a presentar una denuncia en un juzgado.

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