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El secreto horripilante

Los muchos, desesperantes y dolorosos casos de niñas utilizadas como juguetes por hombres degenerados

Lili, la liosa enredadora, comenzó a mostrarse rara en su habitual rareza consistente en estrepitosas carcajadas sin sentido, pues si se le preguntaba qué le ocurría y cuál era la causa de sus relinchos y risotadas, aumentaba el tono del estruendo, poniéndose a galopar como una potra, a la vez que amenazando con romper los cristales de la lámpara del techo, que se movía en un balanceo peligroso; pero de pronto, sin causa notoria para ello, comenzó a recogerse con la cabeza gacha y a permanecer silente como una monjita en la capilla, haciendo examen de conciencia antes de la confesión con un capellán, muy severo en lo tocante a la penitencia, muy dura casi siempre. Sin embargo, de repente, de manera totalmente inesperada, Li comenzó a llorar de una forma convulsa que conmovía a las piedras y a los corazones más fríos y pétreos. Y, después de muchas horas de mantenerse en aquella actitud, me dijo en tono muy bajito y con mucho misterio que necesitaba contar algo terrible a alguien y que le parecía que era yo la persona mejor para escuchar la macabrada que a ella la impedía comer y dormir y hacerla vivir en un minador desasosiego. Me recibió en su casa muy agitada. Traté de calmarla, pero con un insolente retintín, me masculló que yo iba a vivir enseguida algo inolvidable por lo monstruoso. Me reí y, muy seria, me llamó tontiloca, infantiloide, y por último terminó llamándome mujer inmadura para siempre. Y sí, sí y sí lo que presencié fue algo pavoroso, horrendo, inolvidablemente dañino, callada en un silencio perfecto, sin palabras para contar después lo ocurrido en aquella casa aparentemente en paz y felicidad porque, de pronto, me vi ante cuatro niñas de ocho y nueve años acompañadas de un joven altanero que sentó en su regazo a la menor y comenzó a desvestirla sin que la niña se opusiera ni pronunciara una monosílaba ni que yo me atreviera a manifestar mi estupor, mi indignación, furia y susto. En tanto, Lili no me miraba y permanecía con los ojos fijos en el suelo y yo guardaba perfecto silencio hasta que ya no pude soportar más aquella “macabrada” y le grité que no aguantaba la horrible aberración que veía con mis propios ojos, consistente en que el joven mordía como un perro famélico los pezones de las niñas, arrancándole uno a la más pequeña y dejándola sangrando copiosamente. Y no pude permanecer en aquella pasividad silente y tan ruin por lo que llamé a la policía que llegó de inmediato.

Después… Después lloré mucho, muchísimo, como un torrente, hasta dejar los lagrimales secos y doloridos y me desesperé muy dolorida pensando en los muchos casos horrendos como aquel en que las niñas, desde el nacimiento, habían sido juguetes sexuales de hombres degenerados, después de que a la madre se le había suprimido todo trato con ellas, que habían sido internadas en un lugar de acogida para huérfanas abandonadas... Y supe que muy pronto las había adoptado una mujer que acababa de perder a su hija única, haciendo surf, debido al golpe en la cabeza de la tabla de un compañero surfero. Y Lili me contó también con emoción que Borina y Carina, que esos eran los nombres de ambas, habían encontrado el amor al lado de Marga, Margarita, su maternal protectora, que las trata como una madre tierna, bondadosa y comprensiva a sus dos hijas queridísimas.

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