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Daniel Capó

Chicho Sibilio

El paso del tiempo construye una mitología, personal y colectiva. Mi padre recuerda las alineaciones de los equipos de fútbol de su juventud con la misma precisión con que una monja desgrana la letanía del rosario. Para mi madre, esos nombres míticos corresponden a los jugadores de hockey sobre hielo o a los grandes esquiadores, que su padre solía entrevistar para la prensa sueca. Mi mitología deportiva personal tiene que ver con el ciclismo -nombres como Ángel Arroyo o Pedro Delgado, Miguel Induráin o Greg LeMond- más que con el fútbol, aunque sospecho que para muchos de los que nos educamos en las décadas de los setenta y los ochenta -el final de ciclo de la conocida como "generación EGB"-, la gran pasión fue el baloncesto en su doble vertiente española y americana. Porque, en efecto, aquellos fueron años de gran eclosión en un deporte que hizo más por americanizar una sociedad recién salida del franquismo de lo que pueda parecer a primera vista. A mediados de los ochenta, Ramón Trecet retransmitía por vez primera los partidos de la NBA, en medio de una rivalidad brutal entre dos equipos -los Lakers de Los Ángeles y los Celtics de Boston- que reflejaban dos filosofías singulares y diferentes: la creatividad jazzística de Magic Johnson frente a la elegancia aristocrática de Larry Bird.

Por supuesto, en España las claves no eran las mismas, pero sí el inicio de un largo camino para el baloncesto patrio, que desembocaría en la generación de los hermanos Gasol y de "la Bomba" Navarro. Herederos de Wayne Brabender y Clifford Luyk, los 80 y primeros 90 nos depararon también una rivalidad de tintes épicos entre el Real Madrid y el Barcelona, con el Joventut de Badalona y el Estudiantes como grandes comparsas. Eran Audie Norris frente a Fernando Martín, Nacho Solozábal frente a Juan Antonio Corbalán, Epi frente a Biriukov. Poco después, llegaron a nuestro baloncesto los dos mayores genios que haya dado Europa y que muy pronto triunfarían en la NBA: el pivot lituano Arvydas Sabonis y el alero croata Dražen Petrovi?. Entre todos ellos, destacaba la figura esbelta -casi como de gacela por su elegancia- de quien era el favorito de muchos niños: el alero del Barcelona Chicho Sibilio. De origen dominicano aunque nacionalizado español, Sibilio destacaba por un tiro limpio y lejano que desatascaba cualquier defensa. No era un hombre especialmente veloz y jamás hubiera triunfado en otro tipo de baloncesto más centrado en la potencia física. Pero, en efecto, los tiempos eran distintos.

La noticia esta semana de la muerte del alero dominicano del Barcelona apela a la nostalgia de quienes crecimos durante los primeros años de la democracia. El baloncesto simbolizaba una modernidad que el fútbol parecía haber perdido -a pesar de un genio absoluto como Maradona- y que recuperaría pronto, primero con Arrigo Sacchi en el Milán y poco después con Johan Cruyff en el Barcelona. Deporte y modernidad, esta es una clave que se iría afirmando en el futuro a medida que el prestigio de los intelectuales languidecía y aumentaba el de los deportistas y de las celebrities en general. Ahora pienso que esa relación se estableció entonces, cuando América dejó de ser sólo cine en la imaginación de muchos niños. Y el baloncesto español era un deporte sencillamente nuevo, desprovisto de ataduras, creativo y original a los ojos de tantos jóvenes que buscaban sin saberlo las fuentes de una mitología personal.

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