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María Amengual

Un minuto de Gloria

Al ver los vídeos de nuestra ya famosa vicepresidenta del Parlament he recordado que rara vez los rebeldes sin causa han conseguido transformar la realidad a través del gesto

Cuando era adolescente, tendía a cortarme el flequillo. Además, en los 90 estaba de moda secarlo con enormes cepillos redondos. En mi caso, el resultado era que salía de casa con una especie de rata muerta encima de la cabeza. Lo peor de todo es que hay fotos, que espero estén a buen recaudo. Supongo que en aquel momento era la moda, incluso puede que me viera bien. Pero el principal motivo por el que llevaba flequillo era que mi madre me decía que no me lo cortara. Que parecía que llevaba una especie de rata muerta encima de la cabeza.

Afortunadamente, se me pasó con la edad. Esa suerte de rebeldía contra todo lo que me parecía una obligación se fue atenuando a medida que entendí que vivía en sociedad. Que las normas son necesarias para la convivencia. Que garantizan un respeto al prójimo que en la selva no tendríamos. Que puede que -en algunos casos- sean injustas, sí. Y que, entonces, lo mejor es cargarse de razones y trabajar para cambiarlas. Porque los grititos, los aspavientos y poner cara de muy, muy, muy enfadada rara vez sirven de algo.

Si alguien todavía no ha entendido eso, le recomiendo encarecidamente la lectura de un ensayo: Rebelarse vende: el negocio de la contracultura. Ya en 2004, los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter tildan de mito la contracultura y su 'anticonformismo'. Rara vez los rebeldes sin causa han conseguido transformar la realidad a través del gesto. Aunque suelen ser un suculento negocio. A veces hasta para ellos mismos. Recordaba todo esto al ver los vídeos de nuestra ya famosa vicepresidenta del Parlament, Gloria Santiago, cuya impagable aportación a la lucha republicana consiste en llevar pantalón a la recepción de la Almudaina y hacerse vídeos con urnas de plástico y coronas de cartón.

Será la edad por lo que ya una lo tolera casi todo. Menos ser cutre. Porque si uno pretende -de verdad- desafiar las normas, lo mínimo que puede hacer es conocerlas. Y saber que, según el protocolo, 'vestido corto' significa que no es de gala. Por lo menos, se evita el espantoso ridículo de pretender vestirse como una outsider porque nadie le va a decir cómo tiene que ir y prácticamente copiarle el modelito a doña Sofía. Eso sí, recortando la foto antes de subirla a las redes sociales, como si nadie fuera a darse cuenta. Pero supongo que cree que el protocolo es cosa de tenedores.

En este país, uno es muy libre de ser republicano. Y los partidos también lo son para tratar de articular mayorías para reformar la Constitución. Sin embargo, la libertad no debería estar reñida con la educación. La de entender que, si se acude de invitado a una recepción, lo mínimo es ser respetuoso. Y más si Santiago pensaba que debía ir, no por gusto, sino porque representa a una institución de todos los ciudadanos. Por el módico precio de 67.300 euros anuales.

Madrugo bastante. En el autobús de las 6:20, camino al trabajo, veo caras de sueño y agotamiento. Escucho conversaciones entre algunas mujeres sobre dolencias que casi les impiden trabajar. Supongo que por un mísero salario. Veo a hombres con caras arrugadas deseando jubilarse para cobrar una porquería de pensión. Y me pregunto en qué momento esta supuesta izquierda les abandonó, pensando que la solución a sus problemas pasa por subir vídeos 'rebeldes' a Instagram. Por un minuto de Gloria.

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