Diario de Mallorca

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Descubrir lo intacto

Hace años tuve una fuerte discusión con alguien a quien quiero porque había mostrado uno de mis lugares preferidos -escondido y salvaje- a una amiga suya. En el fragor de aquella discusión me descubrí como un conjurado que protege un secreto y que está dispuesto a todo con tal de que no se descubra ni se sepa. Me comporté como un talibán y yo mismo me sorprendía con cada nuevo argumento -de gran contundencia- que lógicamente apuntalaba mi posición, sin dar un espacio de respiro a mi replicante, que sólo por aguantarme se los merecía todos. Aquello acabó mal y aunque se pudo restañar, nunca se olvidó del todo por parte de ninguno de los dos.

Lo cierto es que en aquella época llevaba tiempo digamos que molesto con esas secciones periodísticas donde se descubría al lector un lugar recóndito de la isla, solitario y casi virgen. Solían ser secciones dominicales que iban acompañadas de un pequeño plano que facilitaba la arribada y una serie de datos para avanzar por lo desconocido con cierto conocimiento. Yo leía esas secciones con un doble sentimiento: por un lado me gustaba saber que había sitios que no conocía -y que me juraba no llegar a conocer- y por otro de molestia por esa voluntad de descubrir lo que apenas nadie conoce sin pensar en sus consecuencias posteriores: la vulgarización y todo lo que la acompaña (y entonces no existían Twitter, ni Instagram, ni Facebook). Que se lo pregunten a es Caló des Moro en Santanyí o a sa Cala de Deià. Hay bastantes más.

Pero he dicho que me juraba no conocer aquellos lugares desconocidos por mucha belleza que encerrasen. ¿Por qué esta idiotez? Primero porque creo que todos tenemos en la vida un cupo de lugares que amar, o un cupo de lugares donde ser felices. Y es un cupo más o menos extenso, más o menos escaso, pero cerrado. Y segundo porque creo que los lugares que no conoces por ti mismo están unidos a las personas que te los muestran, o te inducen a quererlos como a ellas porque son parte de ellas y si no, es como si no estuvieran, no deben profanarse. Es un pensamiento antiguo que cree en la privacidad de los paisajes como en la privacidad de las relaciones sentimentales. Uno piensa que si a cierta edad no ha llegado por sí mismo a según qué calas, playas o cuevas marinas de la isla es porque en esta vida no le correspondía: siempre ha de haber lugares que queden por visitar, de la misma manera que no es fácil que acabemos viajando a Benín o a Tombuctú. Pero sabemos que están ahí, esperándonos y eso ya nos produce cierta satisfacción.

He dicho también que era un pensamiento antiguo, porque casi todo, en la Era de la Aceleración Suprema, es o queda antiguo enseguida. Volvamos a la vulgarización: el daño que han hecho los anuncios -por otra parte alegres y simpatiquísimos- de una conocida marca de cerveza en su campaña veraniega es grande. Personas que nunca se hubieran imaginado según dónde, han descubierto su paraíso -mintiéndose- ahí donde la cerveza les señalaba mediterráneamente. Como dicen los cursis ahora "se han puesto en valor" cosas que siempre habían estado y que nunca se habían mirado de cara entre según quién. Los intereses eran otros; ahora se vive, como en los anuncios, una felicidad prestada. Y las chicas se hacen selfies -en la misma postura todas, frente al mismo paisaje- y los cuelgan en su cuenta y lo que fue belleza -nunca blanda o fácil, sino áspera y dura o de difícil acceso: mediterráneo puro- se vuelve, ya lo dije, vulgar, banal, comercial. Está pasando por todo y más ha de pasar aún hasta que todo estalle o se hunda.

El silencio es uno de los patrimonios insulares. Y cuando digo silencio me refiero a callar. A saber callar. También esto es -o era- vivir mediterráneamente: callar. Las cosas importantes, digo. Las que hay que y vale la pena callar. Tal como se han puesto las cosas no publicitar lo secreto o privado es mantener vivo lo sagrado. No me he pasado de rosca y vuelvo a decirlo: lo sagrado, ahora que pocos saben ya lo que es eso. Su contrario provoca avalanchas donde sea y no se puede amar lo que otros simulan que aman porque fatiga y ahuyenta o espanta. A estas alturas, todo lo que contribuye a lo público encierra un daño que, al menos de momento, parece irreparable. Si hay saturación, que la haya -intentaremos, como hasta ahora, protegernos de ella-, pero no hagamos planos del tesoro de lugares donde no existe tal saturación porque en cuestión de días, semanas o meses -a velocidad de internet- ingresarán en la lista de objetivos de la saturación permanente. Esto va así y lo demás es una frivolidad, me temo que imperdonable.

P.D.: volvamos a lo nuestro: Salvem Can Pere Antoni! Leo que el Govern debe bastante dinero y me preocupa que esa deuda pueda afectar a mi campaña. Hay cosas prioritarias y ésta es una. Convertir las playas palmesanas -de momento hasta Ciudad Jardín- en playas limpias como la de Cannes, o La Concha. Ya avisé: no pienso bajar la guardia en todo el verano. Y éste no es un caso para evitar la masificación: se llenarían. Pero sí lo es de comodidad al llegar a la vejez y de salubridad para impedir que nuestra costa más inmediata se convierta -y apunta demasiadas maneras- en la Costa de la Peste Bubónica y llegue el cólera y todos acabemos como el profesor Von Aschenbach en Muerte en Venecia. Muriéndonos pata abajo mientras contemplamos un cuerpo joven y adorable frente al horizonte y el tinte de los cuatro pelos que nos queden se escurre arrugas abajo.

Como sigo con mi campaña particular -a la que otros particulares van sumándose entre la cautela y el entusiasmo- la pasada semana cené con Pere Joan, a quien cité aquí para dibujar el slogan y conozco y quiero desde nuestros diecisiete años. O sea que lo nuestro no es nuevo, ni fruto de la coyuntura. Cenamos juntos Pere, Eduardo Jordá y yo y hablamos del asunto. Pere Joan apuntó algo muy sabio: en caso de que la cosa fracase -y esto no ha hecho más que empezar- deberíamos proponer al ayuntamiento de Palma un cambio en la toponimia. ¿Para qué falsear la realidad? Seamos modernos y subrayémosla. Si no conseguimos salvar Can Pere Antoni, exigiremos el cambio de su nombre, ni Pere, ni Antoni, ni Can: Sa Merdera. Directamente Platja de Sa Merdera.

- "On vas a nadar?

-Avui vaig a la platja de Sa Merdera.

-Idò Deu t'alliberi d'agafar qualsevol mal"

La responsabilidad de que eso pase o no, es y será pública. Es decir, política; o sea de nuestros políticos. De los que gobiernan. No sólo se necesitan buenas depuradoras o una macrociudad de la caca (ya en marcha). Se necesita alejar el mal y hacerlo desaparecer. El medio para hacerlo existe, repito por enésima vez: es el dinero de la ecotasa. Esperamos noticias y seguiré insistiendo aunque llegue a parecer Simeón El Estilita.

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