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Verdad y mentira

La vida es muy rara. Estos días, mi madre está internada en el hospital Sant Joan de Déu, en Palma. Cada día compruebo el milagro de nuestra sanidad pública: el trato del personal sanitario es exquisito, las instalaciones son muy buenas, los cuidados que reciben los enfermos son de primera clase y todo funciona como un reloj. En el hospital no hay problemas de convivencia de ningún tipo, a pesar de que los enfermos, como es natural, están aburridos y desanimados y ansiosos, igual que los familiares que los cuidan y se tienen que pasar largas horas de tedio y de inactividad en el hospital. Pero aun así, los sanitarios y los enfermos conversan y se entienden con la mayor naturalidad -y casi siempre con un afecto que no es fingido sino muy real-, aunque unos hablen en castellano y los otros les contesten en catalán de Mallorca, sin que haya el menor roce ni conflicto ni fricción (en contra de lo que afirman nuestros especialistas en crear problemas donde no los hay).

Pero al mismo tiempo que esto ocurre -el orden, la amabilidad, la eficiencia, los mejores conocimientos puestos al servicio del ciudadano-, basta encender la televisión o meterse en Twitter para descubrir que el mundo es un lugar muy distinto, lleno de odio y resentimiento y deseos de destrucción. Pedro Sánchez, desentendiéndose de formar un gobierno, se dedica a reunirse con lo que él llama “entidades de la sociedad civil”, aunque esas entidades son casi todas entidades subvencionadas que apenas tienen espíritu crítico ni pretensiones de plantear cuestiones comprometedores, de modo que esas reuniones se parecen a lo que podría hacer David Bisbal si se dedicara a visitar sus clubs de fans para preguntarles a sus admiradores cómo quieren que sea su próximo disco. Y luego tenemos la actitud lamentable de Albert Rivera, que ha demostrado ser un político tan charlatán y tan narcisista como los políticos de la vieja escuela que él mismo decía combatir. Por no hablar del PP y su política de histeria apocalíptica -tan parecida a la de los activistas antisistema-, o de todos esos políticos que se dedican a grabarse en YouTube como si fueran influencers de trece años que nos enseñan la ropa que se van a poner el domingo para ir a la disco (algunas de esas políticas, Dios santo, ocupan cargos importantes en el Parlament balear). ¿Es posible que esos dos mundos, el del hospital de Sant Joan de Déu -tan eficiente, tan sereno, tan afectuoso- y el de esos políticos gritones y calamitosos, que jamás piensan en el bienestar de la gente que les vota y que les paga el sueldo, coexistan y convivan en un mismo universo? ¿Es posible que uno y otro correspondan el mismo dominio de la realidad?

Hasta no hace mucho tiempo, era muy habitual pensar que la clase política que tenemos era un reflejo de nuestra propia sociedad. Los políticos no eran mejores ni peores, sino un reflejo del hombre medio -o de la mujer media, si prefermimos decirlo así-, como si fueran un destilado de los defectos y de las virtudes del hombre de la calle (esa entidad platónica que nadie ha visto aunque se hable mucho de ella). En una conversación, si alguien se quejaba de los políticos, era bastante frecuente que otra persona le contestara: «No te quejes, los políticos no son mejores ni peores que nosotros, porque en realidad se parecen mucho a todos nosotros». Esta clase de conversaciones eran frecuentes y cualquiera de nosotros tiene que haberlas oído alguna vez. Ahora bien, ¿sigue siendo verdad esa afirmación? ¿Son los políticos una especie de destilado del hombre medio?

Ahora mismo, tiendo a pensar que no. Si lo fueron en los años de la Transición, ahora ya han dejado de serlo. Repasemos la situación actual del mundo. Se están terminando las reservas de agua, arden los bosques de Siberia y de Canadá, el cambio climático hace aumentar las temperaturas de forma preocupante y vivimos en una especie de histerismo medieval continuado -ahora se nos dice que comer carne va a provocar el fin del mundo-. Y por si fuera poco, parece que se acerca una nueva crisis económica que tendrá unas consecuencias mucho más devastadoras que la crisis que vivimos hace diez años. Pero nuestra clase política, indiferente a todas estas realidades, sigue enfrascada en sus peleítas y en sus atorrantes performances, comportándose como adolescentes consentidos que intentan capturar seguidores en sus cuentas de YouTube haciéndole monerías al perro o contando chistes idiotas. Suerte que nos queda Sant Joan de Déu, donde nada de todo esto es real. Suerte que uno de esos dos mundos es de verdad y el otro es de mentira.

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