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Antonio Papell

El error de los Franco

La negativa inflamada y arrogante de la familia del dictador a permitir el traslado de sus restos es un insulto a todos los demócratas

El general Franco murió en la cama, investido con la jefatura del Estado, y esta evidencia, que mantuvo en pie, pese a su decrepitud, el entramado institucional de la dictadura hasta aquel momento, es un elemento clave que debe tenerse en cuenta para entender el posterior proceso de Transición, que, como decía Torcuato Fernández Miranda, fue “de la ley a la ley”, algo que puede parecer una aberración en términos políticos —no se puede pasar seguramente de la ley ilegítima a la legítima sin solución de continuidad— pero que fue una realidad en los jurídicos.

Aquella Transición, que incluyó la aceptación por las cortes franquistas de la ley de Reforma Política que ponía fin a su propia existencia —el célebre harakiri—, el borrado de las responsabilidades penales de índole política mediante una amnistía completa y la renuncia por el Rey a los poderes y atribuciones omnímodos que le otorgaban las Leyes Fundamentales del Reino (la Constitución de la dictadura), incluyó una serie de concesiones tácitas o explícitas de los demócratas, aceptadas en aras de la paz, del logro de una democracia de forma incruenta, de la evitación de un proceso revolucionario muy oneroso que hubiera creado un vacío institucional sobre el que hubiera habido que erigir un régimen nuevo. Y una de aquellas concesiones fue el no cuestionamiento de la posición, del patrimonio y los derechos de la familia del dictador, que no fue molestada en absoluto; antes al contrario, continuó perteneciendo a las elites sociales y haciendo vida normal.

Aquella normalidad, que fue fruto de la generosidad de muchas personas que habían sido víctimas de la dictadura y que, pudiendo tomarse fácilmente el desquite, prefirieron aceptar el borrón y cuenta nueva, exigía como mínimo la contrapartida de una cierta discreción por la otra parte, que no se ha producido. Más de cuatro décadas después de la muerte del dictador, cuando este país ha decidido poner fin a la exhibición anacrónica del Valle de los Caídos —en ningún lugar de Occidente se honra a un autócrata con un túmulo fastuoso—, la familia ha puesto el grito en el cielo y se ha negado en redondo a un traslado sin ruido que hubiera resuelto el caso. Esta negativa inflamada y arrogante, que es un insulto a todos los demócratas que hemos consentido la vista gorda histórica que este país ha realizado con este asunto mientras se recuentan los fusilamientos de la posguerra y se rescatan los cadáveres de las cunetas, constituye un error por parte de los Franco, que hoy se han situado, al fin, en el punto de mira de la opinión pública y frente a las decisiones inflexibles del Derecho democrático. No deberían engañarse al ver el desafortunado auto del Tribunal Supremo en que se reconoce inicuamente que Franco fue jefe de Estado desde el 1 de octubre de 1936: pese a este lapsus, no encontrarán apoyo en las instituciones, y mucho menos en el Poder Judicial.

Franco será trasladado, antes o después, pero ahora la revisión debe ser completa. Todo indica que el Pazo de Meirás, propiedad de la familia a través de una presunta falsa adquisición, ha de revertir al patrimonio público en cuanto los tribunales así lo acuerden. Y aunque la cuestión es irrelevante y retórica, es muy procedente que sean suprimidos los títulos de nobleza otorgados con pintoresca megalomanía por el régimen militar del general Franco, convencido sin duda de su propio linaje aristocrático. Y ya se anuncian otras demandas de particulares e instituciones sobre otros bienes cuyo origen podría ser problemático.

Sería injusto que los hijos tuvieran que avergonzarse de los errores de los padres; pero tampoco es admisible que la relación paternofilial tergiverse la realidad. Y si nadie tiene derecho a responsabilizar a la familia Franco de los abusos autoritarios del patriarca, tampoco los ciudadanos vamos a soportar que se nos restrieguen con agresividad y arrogancia por sus herederos.

La civilización consiste, en parte, en reprimir y administrar con prudencia el asco y la indignación, en aprender a convivir con aquellos a quienes detestamos por motivos bien fundados, pero esa bonhomía no debe ser confundida con blandura. Muchos estamos dispuestos a defender con uñas y dientes un régimen de libertades que se nos negó durante los mejores años de nuestras vidas, y que arrancamos de las manos a quienes querían perpetuarlo. La memoria es, en este aspecto, nuestra única garantía.

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