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Daniel Capó

Una cita en Niágara

El guía iraquí que nos mostró las cataratas llevaba diez años en los Estados Unidos gracias a un acuerdo al que llegó con el ejército

S., nuestro guía en las cataratas del Niágara, llegó veinte minutos tarde a la cita. “Esperamos también a otra familia”, nos dijo; un grupo que nunca llegó. Pensé si nos habría mentido y el retraso se debía a cualquier otra causa. Poco importa, el sol se había levantado imponente y el calor iba a apretar fuerte a lo largo de la mañana. Su inglés, sorprendentemente malo para un guía acreditado, era suficiente para transmitir lo esencial, aunque no para mantener un diálogo fluido que fuera más allá de las obviedades. Lo suplía con buen humor, cierta astucia para trampear las colas y una paciencia con los niños a prueba de bomba. Pronto descubrimos que era iraquí y que apenas llevaba diez años en el Estados Unidos. Cuando le pregunté cómo había logrado escapar de su país y lograr la codiciada tarjeta verde, me contó que fue gracias a un acuerdo que llegó con el ejército americano en su momento. Entendí que se había jugado la vida -quién sabe si como espía, traductor, policía o un poco de todo- a cambio de poder huir y dejar atrás la tragedia de Iraq. No aclaré mucho más, sólo su orgullo árabe -“a los españoles les enseñamos a navegar nosotros”- y su rechazo a la guerra entre religiones. Se le entendía poco y mal, así que no quedaba más remedio que repreguntar tres o cuatro veces lo mismo para llegar a algún tipo de conclusión. Me hubiera gustado saber si era chiita o sunnita, que me hablara del pasado judío de Bagdad -que lo tuvo e importante- o de su colaboración con las tropas invasoras, pero el idioma ejercía de frontera natural y el protagonismo lo fue cobrando la geografía a ambos lados de la frontera entre Canadá y Estados Unidos. Al despedirnos, vimos en efecto llegar al otro grupo, con otro guía, iraquí también, como asimismo era iraquí el oficinista que trabajaba en el punto de encuentro de las excursiones. Pensé si tal vez se trataba de los miembros de una misma familia que trabajan juntos.

Fuimos a comer al casino de la ciudad que, como tantos otros negocios relacionados con el juego, regentan a menudo en América las tribus indias; en este caso los seneca. Había mucha gente mayor, bastante más que jóvenes. El rascacielos donde se emplaza el negocio tiene algo de falsedad engalanada, de homenaje a un horizonte vacío. Mientras comíamos unas hamburguesas -sólo días más tarde pudimos probar la carne de búfalo en un restaurante realmente indio-, pensé en el destino de esos dos pueblos, tan alejados de algún modo de su hábitat natural: la tierra desértica del oriente en el caso iraquí y la libertad salvaje de los paisajes vírgenes en el caso de los nativos americanos. Para ambos pueblos, la pérdida de arraigo se traduce en una especie de desorientación acerca de sus objetivos, una melancolía de fondo que nos habla de la conciencia de un fracaso. Personal o colectivo.

Al atardecer decidimos regresar a las cataratas. Predomina el turismo asiático: de la India, China e Indonesia, sobre todo. Las ardillas, completamente domesticadas, jugaban con los niños. La escala humana de la ciudad anunciaba la cercanía con Canadá, al otro lado de la orilla, apenas a cinco minutos caminando. El capital social se intuye en la pulcritud de los parques y en la abundancia de zonas públicas de ocio: las mesas de ping-pong en la calle, el préstamo gratuito de herramientas para reparar las bicicletas, las largas pizarras donde los jóvenes comparten sus mensajes. El día llegaba a su fin y el mundo parecía un lugar más ordenado.

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