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Perder el oremus

La fotografía del Himalaya en modo overbooking habla más de nosotros y de nuestro modo de vida que cualquier análisis sociológico sobre hábitos alimenticios. ¿Qué vamos a buscar en tropel a la cima del mundo? ¿Contarlo? ¿Hacernos un selfie? ¿Saber que hemos sido capaces de hacerlo? Y si es así, ¿de qué capacidad hablamos? ¿De la que nos ha permitido contratar sherpas, botellas de oxígeno, nutrición de la NASA, tiendas con calefacción y lo que se tercie? ¿O de la personal -tanto física como de carácter-, que nos ha permitido aventurarnos hasta donde otros no?

¿Qué buscamos en el Everest? ¿Vencer el tedio cotidiano con "experiencias excitantes y únicas"? ¿O formar parte de un club que fue minoritario y ahora ya es masificación y esnobismo? Lo que está claro es que no se busca lo mismo que buscaban Mallory, Hillary y el sherpa Tenzig; sólo su pálido y deteriorado reflejo. O ni eso. ¿Somos más felices después de regresar de un Himalaya que parece Benidorm poblado por los viajes del Imserso? Una vez coronada la cima del mundo, ¿la plenitud existe y nos calma y enriquece o ya estamos pensando en próximos viajes por el espacio interestelar? Todo es muy raro y tiene un tinte más apocalíptico que el que se pueda desprender de las actuales amenazas y pulsos entre los grandes machos de las superpotencias.

La popularización de los viajes ha sustituido la curiosidad y el respeto ante lo nuevo -si todavía puede llamársele nuevo o si todavía existe algo nuevo- por la imposición de nuestros cánones de vida en un medio ajeno y distinto. Son formas de colonización posmoderna: la foto del Himalaya o las exigencias al llegar a un hotel rural. Hace unos meses, los turistas de una casa rural navarra protestaban por el cacareo de los gallos de un par de corrales vecinos. Consideraban que el horario de ese cacareo era una impertinencia tan temprana y se creían con derecho -estando ellos de vacaciones y (muy importante) habiendo pagado por la tranquilidad del campo o de la montaña-, se creían con derecho, digo, a exigir el silenciamiento de esos gallos o su retraso en el canto matinal. La coña del propietario del gallinero era estupenda por su aplastante lógica. Y tan surrealista el asunto, que no quedaría nada mal como escena de Amanece que no es poco. La conclusión es que se va al campo en busca de una idea de campo y al encontrarse con el campo real, el desconcierto es total.

Pero la cosa no para ahí, ni parará ya nunca. Esta semana ha sido un hotel rural en un pequeño pueblo de Teruel donde el reloj de la parroquia da las horas, las medias y los cuartos. Lo normal y acostumbrado. Tanto los clientes como los propietarios llevan tiempo protestando por el atropello acústico que les impide conciliar el descanso y el sueño. Y hasta han solicitado al ayuntamiento un referéndum cuyo resultado decida si han de seguir tocando las campanas o aminorar su alegría. Demencial. Porque seguro que los mismos que protestan por las campanadas, de viajar a un país musulmán, encontrarían de lo más romántico y exótico el canto del muecín llamando a oración cada dos por tres. Probablemente ya viajaron a Marrakesh y estuvieron encantados.

Por su parte, los vecinos de ese pueblo turolense aportaban su sorpresa ante las reclamaciones turísticas: "¡pero si toda la vida ha sido así!" O: "no entiendo cómo los que vienen a pasar unos días quieren cambiar una costumbre del pueblo". O: "y ahora la tontería esa del referéndum, ya me dirá". Los que estamos alrededor -arriba o abajo- de los sesenta recordamos los relojes de pared -o de caixa- que sonaban en las casas de campo dando los cuartos, las medias y las horas y la compañía que hacían al dormirse o de no dormir aquella noche. Por no hablar de su péndulo, retumbando en la casa silenciosa. Supongo que eso volvería locos a los turistas protestones.

Recuerdo a William Beckford, un dandi del XVIII (aunque vivió muchos años y murió a mitad del XIX) al que le horrorizaba ir al campo. "Extiendes un mantel de hilo sobre la hierba y enseguida se llena de hormigas!", exclamaba. Aún así sobrevivió a un viaje por España y Portugal sobre el que escribió un libro delicioso. Sospecho que los que protestan por gallos y campanas no tienen ni idea de quien era Beckford y además les importa un bledo. No quieren estar en el campo sino en su idea de campo y no saben que también es esa idea la que vacía y destruye, precisamente, el mismo campo donde ansían descansar. Por mi parte, que sigan cantando los gallos y sonando las campanas. Ahí donde no ocurre, la vida lo es menos.

PD: continúo con mi particular campaña veraniega: Salvem Can Pere Antoni! Espero que, poco a poco, vayan sumándose a ella quien corresponda -la ciudadanía, primero boca a oreja, después ya veremos- y las soluciones lo sean. Nada de comisiones de sabios, ni concilios de técnicos: actuación ya. El dinero de la ecotasa para Can Pere Antoni durante un par de años. Que arreglen y alejen los emisarios, con estudio de las corrientes para que la porquería no regrese. Que Sa Merdera deje de ser Sa Merdera: lleva décadas con tan infausto nombre y efectos. ¿Ve usted la belleza de la ciudad? Pues flota sobre la mierda. En fin, que esta playa de Palma llegue a ser, y mejor pronto que tarde, como la playa de La Concha de San Sebastián. Si ellos lo consiguieron hace tiempo, por qué nosotros no hemos de saber hacerlo. Dejen de hablar de cambio climático y actúen de una forma y otra para paliarlo. Salvem Can Pere Antoni! No es mal comienzo para la ciudad. No dejaré de insistir en lo que dure el verano.

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