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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

La belleza que no merecemos

Para disfrutar de la belleza de ciertos lugares deberíamos estar preparados. Tendríamos que saber observar, tener curiosidad por conocer y, sobre todo, mostrar respeto. Por el lugar que nos acoge y por quienes allí habitan

Para ver, leer o escuchar belleza hay que ir con una actitud. Con una predisposición. Seguramente es la edad, pero cuesta imaginar que se pueda disfrutar de una interpretación sublime si se está repantingado en una butaca. Una amiga dice que para entrar en determinados espacios (ya sean templos, mausoleos, pirámides o palacios) hay que tener un mínimo respeto por lo que estamos a punto de ver. Y el respeto también significa estar en silencio. Es difícil creer que pueda valorarse un espacio protegido, si el de al lado ameniza el ambiente con lo último de David Guetta sonando a todo volumen. O que pueda disfrutarse de una salida de sol, si se va borracho hasta las trancas. Uno de mis grandes amigos, que sabe mucho de muchas cosas, incluidas las cuestiones relacionadas con el comer y el beber, defiende que un buen vino merece una buena copa. Y no lo defiende por pijería o por esnobismo, sino por respeto al trabajo del enólogo y, por qué no, a uno mismo.

En Costa Rica, hace años, se denunció que el turismo masivo e insensible había impedido el tradicional desove de las tortugas. Los visitantes se hacían selfis, ignoraban la naturaleza que les rodeaba y sentaban a los niños en los caparazones de unas mamás tortugas estresadas. Algo parecido sucedió en Tailandia, en donde las autoridades decidieron cerrar la isla de Koch Tachai indefinidamente. A grandes males, grandes remedios. Miles de extranjeros entregados en cuerpo y alma a la marcha y a la bebida saturaron parte del paraíso terrenal y pusieron en serio peligro su ecosistema. Basta teclear en Google y los ejemplos salen de debajo de las piedras: Abu Simbel, Machu Picchu, Komodo, Barcelona, Berlín, Mallorca, Amsterdam, Venecia o, el último destino que ha sucumbido a los excesos y a la masificación, el Everest. Da igual si es una montaña, una gran ciudad, una isla o un monumento funerario, algo se nos ha ido de las manos. Y negarlo no conduce a ningún lado.

Vuelvo de un viaje una tarde de un jueves y coincido en el aeropuerto con cientos de turistas. Algunos de ellos, bebidos; otros, además de entonados, también van disfrazados y muchos otros, ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario: personas normales y corrientes, curiosas y dispuestas a conocer y a disfrutar de este trozo de tierra que la naturaleza nos ha prestado. Sin embargo, en el momento en que salgo de la terminal, me invade una mezcla de tristeza y de ansiedad. Lo primero viene provocado por la sensación de quien se vende barato, de quien no se hace valer y de quien permite ser maltratado por personas que jamás se atreverían a portarse de la misma manera en su país. Lo segundo porque, a partir de ahora y hasta finales de verano, una se siente un tanto expulsada de su hábitat. De sus calles, calas, playas y paseos. Y no, no es fobia al turismo. Y sí, sé que es el motor de nuestra economía. Y sí, quiero que nos visiten, pero también anhelo que nos valoren y nos respeten. Deseo que la venida de unos no implique las ganas de partir de muchos otros. Y, sobre todo, deseo que vengan preparados para admirar y respetar la belleza.

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