El tenor vislumbró el abucheo que se incubaba entre el público. Acababa de emitir un gallo grandioso donde debía sonar un do de pecho en una romanza de la zarzuela Marina, de Emilio Arrieta. Con más habilidad y agilidad mental que vocal gritó: "¡Viva Cartagena!". El pataleo trocó en un aplauso de muchos decibelios. No es necesario explicar que actuaba en la antigua Cartago Nova. Ocurría medio siglo después de la insurrección cantonal de 1873, donde el grito alcanzó su cénit de popularidad y populismo.

Cartagena, en realidad toda la región de Murcia, se declaró cantón federal durante la I República. El Gobierno, débil pero no tanto como calibraron algunos, rechazó tanto hiperlocalismo y seis meses después liquidó con bombas y balas el experimento.

Entre julio de 1873 y enero del año siguiente las autoridades cantonales tuvieron tiempo de abolir la pena de muerte, crear una bandera roja para la región -al no tener ninguna a mano enarbolaron la turca-, barajar muy seriamente declarar la guerra a Alemania por un incidente naval, emprender la expansión manu militari del cantón con expediciones por tierra y mar, escribir al presidente de EE UU, Ulysses S. Grant para pedir la incorporación al país americano, acuñar moneda, legalizar el divorcio y aprobar la jornada de ocho horas.

El manifiesto de proclamación del cantón, inspirado por el líder del movimiento, llamado Antonete Gálvez, acababa con estas palabras: "Aquí no hay verdugos ni víctimas, opresores ni oprimidos, sino hermanos prontos a sacrificarse por la libertad y la felicidad de sus conciudadanos. ¡Viva la República Federal! ¡Viva la soberanía del pueblo!".

Tan bello como anacrónico, utópico y marciano para su época. La cultura es tan regional como universal, pero la política y la economía están condenadas a tender a lo global. Por mucho que les pese a Donald Trump, Boris Johnson y compañía.

La ronda de conversaciones del Felipe VI con los portavoces de los partidos con representación en el Congreso de los Diputados también ha dado sobradas muestras del cantonalismo vigente en este país. José María Mazón, el representante de Miguel Ángel Revilla en Madrid, exige su tren de alta velocidad para Cantabria. Ana Oramas, de Coalición Canaria, comienza reclamando la exclusión de Podemos del Ejecutivo de Pedro Sánchez, pero los canarios llevan tres lustros sacando tajada de sus apoyos a gobiernos en minoría, a veces con ganancia de rebote para Balears. Joan Baldoví quiere una financiación justa para los valencianos. El PDeCAT, Junts per Catalunya, CiU o como se llame ahora también sueña con un cantón independiente en lugar de con una España y una Europa unidas. Hasta el PP vasco anuncia por boca de Alfonso Alonso un "perfil propio" frente a Pablo Casado.

En brexit es una muestra más del deseo que anida en algunos de marcar límites en un planeta en el que desde el aire se ven ríos, cordilleras y mares, pero no líneas fronterizas.

En Balears también tenemos nuestros cantonalistas acantonados. Més per Menorca se divorcia de Més per Mallorca. Recuerdo que cuando aún era subdirector del periódico me llamó el diputado menorquín Nel Martí para instarme a diferenciar los dos Més. Se me olvidó preguntarle si además debíamos distinguir entre Més per Menorca Ciutadella i Maó. Lástima que El Pi de Jaume Font no sea determinante ni en el Parlament ni en el Congreso, porque también recibiríamos sobredosis de cantonalismo.

Los partidos se llenan la boca de europeísmo y globalización, pero existe una tendencia creciente a alumbrar políticos y políticas que prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de león.