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Matías Vallés

Al Azar

Matías Vallés

cruceros envenenados

La comida no es lo más venenoso que puede sucederte en un crucero. Esta semana hemos despertado a la evidencia de que los edificios móviles de varias plantas que distorsionan el urbanismo de la fachada de Palma, multiplican por diez el impacto de gases tóxicos de los automóviles. Gracias a esa benemérita actividad turística, en Mallorca hay más azufre que en el infierno dantesco. Por encima de cualquier ciudad europea, excepto Barcelona que se lo merece por independentista. Por supuesto, ni los buques ni sus pasajeros restituyen económicamente el envenenamiento masivo de los indígenas.

La nube tóxica obliga a dos consideraciones, dirigidas a los predicadores de cuantos más turistas, mejor. Dado que estos entusiastas suelen coincidir con los grandes promotores inmobiliarios, y con una parte importante de la población del Paseo Marítimo, habrá que advertir a los compradores de casas millonarias en la zona de la suciedad pulmonar que arriesgan. O aligerar como mínimo los precios, porque el aire es mucho más sano en Son Gotleu, en una envidiable democratización de la contaminación turística. Envenenar a los nuevos residentes era una técnica que no se le habría ocurrido a los peores turistófobos, y ahora viene avalada por los apóstoles del turismo.

En segundo lugar en orden de importancia, el factor humano. Los patrocinadores del turismo a cualquier precio siguen residiendo en Mallorca, aunque tengan preparada la vía de escape. También habitan aquí sus criaturas, hacia quienes profesan la paranoia que rige hoy la sobreprotección de los niños. Encadenan a los bebés, pierden el ánimo si tosen, no fuman en su presencia, los alimentan vigilando el último ingrediente. Y al mismo tiempo, les están inoculando unas dosis de azufre que envenenarían al Gran Satán. Salud a todos, el negocio crucerístico debe continuar.

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