Diario de Mallorca

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En estas van los titulares y dicen que la ciudad de Nueva York ha perdido la guerra contra las ratas. Sigo leyendo por ver si se trata de una metáfora, hipótesis nada desdeñable en estos tiempos que corren, pero no: la noticia es textual. El alcalde de la capital del mundo, Bill de Blasio, demócrata por más señas, decidió hace un par de años declarar la guerra a esos roedores y parece que ha terminado por perderla. Habrá quien piense que el presupuesto bélico era insuficiente: 32 millones de dólares no dan hoy ni para una guerra contra el pacifismo. Pero en realidad, pienso yo, lo que sucede es que se trata de un desafío imposible: ni doblando esa cantidad se habría logrado siquiera ganarles a las ratas una batalla parcial en un solo barrio.

Sucede que los humanos -algunos humanos, en particular los que gozan de poder- seguimos creyéndonos que se puede moldear la naturaleza más allá de nuestro propio domicilio. Y ni siquiera. En mis andanzas por el mundo me di pronto cuenta de que los hogares del mundo occidental más avanzado son los únicos en los que apenas hay invertebrados, al menos de tamaño visible. Viajar a casi cualquier lugar de los trópicos significa someterse, como poco, al acoso de los mosquitos pero también resulta fácil levantarse de la cama al amanecer para descubrir que por las paredes del cuarto se pasean los escorpiones o las tarántulas. Se trata de una especie de segunda ley de la termodinámica aplicada a la fauna: la entropía, el desorden, crece. Cabe dejar la casa libre de pestes pero sólo a costa de grandes esfuerzos y por un tiempo limitado; a la larga, la naturaleza vuelve a la carga y hay que recurrir a los mosquiteros para protegerse durante el sueño. Cuando no resultan inútiles.

Las ratas no se ven pero haberlas, haylas. Los expertos incluso calculan su número: dos por cada vecino en ciudades al estilo de Nueva York, aunque no sé de qué forma se echan las cuentas. Semejante abundancia lleva a que aparezcan de noche en los callejones o de día bajo los andenes del metro. No necesitan disputarnos las avenidas ni los parques, de momento, y eso lleva a que haber pedido la guerra preocupe sólo de forma relativa. Quizá porque en realidad nos hemos equivocado de enemigo. Si las ratas proliferan es porque nosotros contribuimos a que sea así con nuestros desperdicios ingentes y nuestras montañas de basura. Dejando de lado los parques emblemáticos, el paisaje urbano está formado casi en exclusiva por grafitis y residuos. Porquería en suma que es el paraíso para las ratas y, de tal suerte, no hay ejército en el mundo capaz de echarles un pulso. Sólo cambiando nuestros hábitos y, desde luego, convirtiendo la educación en real cabría darle la vuelta a la balanza. Aunque en realidad una enseñanza adecuada nos llevaría a entender que ratas, insectos y hasta serpientes forman parte de nuestro entorno, lo queramos o no. Declarar la guerra a la ignorancia altiva podría ser lo más provechoso.

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